Ruth es una buena amiga con la que a veces tengo el grato placer de encontrarme, acostumbra a publicar en su blog EXODO: La llamada del desierto. Hace unos días me envió este cuento y no pude evitar pedirle que me permitiera publicarlo aquí para compartirlo con mis visitas, así que de la mano de Ruth LA NINFA Y EL GUERRERO.
Había una vez una ninfa que vivía en un valle frondoso lleno de alegre vegetación y adornado por un río que daba vida a aquella bonita estampa en la que siempre era primavera.
La Ninfa vivía sola en su valle, y apenas era visitada por algunos caminantes, ya que antes de llegar al valle había que atravesar el abismo de los dragones, y sólo unos cuantos osados conseguían llegar hasta allí; eran aquellos que al pasar y ver la hermosura de aquel rincón les entraban unas ganas irrefrenables de instalarse junto con la ninfa, pero desgraciadamente siempre acababan marchándose después de saciar su hambre y su sed, porque aquel lugar acababa antojándose aburrido a fin de cuentas.
Sucedió una mañana que la ninfa estaba lavándose los pies en aquel río, cuya agua cristalina devolvía el paisaje verde de la vegetación, que de repente, sin haber escuchado tan siquiera unos pasos al acercarse, vio reflejada una imagen junto a la de ella en el agua. Entonces la ninfa, lejos de asustarse, posó su profunda mirada sobre el reflejo de aquellos ojos oscuros que la miraban desde el agua; durante un instante en el que los relojes dejaron de marcar todas sus horas y se inmortalizó el tiempo, la ninfa vio pasar ante sí las muchas cicatrices de todas las batallas libradas por aquel guerrero. Pero ella mejor que nadie sabía, que el mejor bálsamo para curar todo tipo de heridas, era el amor, el cariño y la ternura; y de eso ella tenía mucho que ofrecer a aquel guerrero que seguía hipnotizándola desde el agua.
El guerrero acogió con agrado las muchas atenciones de aquella bella ninfa y empezó a sentirse mucho mejor al recobrar todas aquellas cualidades de antaño. Y en sus ojos volvió a brillar aquello que llaman “esperanza”, algo que había perdido batalla tras batalla por mucho que algunas hubiesen terminado en grandiosas victorias.
Los días pasaban y el guerrero se sentía feliz, optimista, confiado, alegre y lleno de vida; y la ninfa descubrió que a medida que iba suavizando las heridas de su amado guerrero, iban cicatrizando las suyas propias; heridas que ella misma tenía escondidas en el fondo de su alma, heridas que nadie había osado descubrir jamás, pero que aquel intrépido guerrero llegó a vislumbrar y a recubrir con el mismo bálsamo, que de la ninfa, había aprendido ha elaborar.
Y así sucedió que aquella ninfa, que era algo marisabidilla, consiguió comprender que aquel guerrero no estaba allí para sanar sus propias heridas, sino para curarla a ella y con ello rescatarla de aquel destierro sin fin, al que voluntariamente se había entregado.
Había una vez una ninfa que vivía en un valle frondoso lleno de alegre vegetación y adornado por un río que daba vida a aquella bonita estampa en la que siempre era primavera.
La Ninfa vivía sola en su valle, y apenas era visitada por algunos caminantes, ya que antes de llegar al valle había que atravesar el abismo de los dragones, y sólo unos cuantos osados conseguían llegar hasta allí; eran aquellos que al pasar y ver la hermosura de aquel rincón les entraban unas ganas irrefrenables de instalarse junto con la ninfa, pero desgraciadamente siempre acababan marchándose después de saciar su hambre y su sed, porque aquel lugar acababa antojándose aburrido a fin de cuentas.
Sucedió una mañana que la ninfa estaba lavándose los pies en aquel río, cuya agua cristalina devolvía el paisaje verde de la vegetación, que de repente, sin haber escuchado tan siquiera unos pasos al acercarse, vio reflejada una imagen junto a la de ella en el agua. Entonces la ninfa, lejos de asustarse, posó su profunda mirada sobre el reflejo de aquellos ojos oscuros que la miraban desde el agua; durante un instante en el que los relojes dejaron de marcar todas sus horas y se inmortalizó el tiempo, la ninfa vio pasar ante sí las muchas cicatrices de todas las batallas libradas por aquel guerrero. Pero ella mejor que nadie sabía, que el mejor bálsamo para curar todo tipo de heridas, era el amor, el cariño y la ternura; y de eso ella tenía mucho que ofrecer a aquel guerrero que seguía hipnotizándola desde el agua.
El guerrero acogió con agrado las muchas atenciones de aquella bella ninfa y empezó a sentirse mucho mejor al recobrar todas aquellas cualidades de antaño. Y en sus ojos volvió a brillar aquello que llaman “esperanza”, algo que había perdido batalla tras batalla por mucho que algunas hubiesen terminado en grandiosas victorias.
Los días pasaban y el guerrero se sentía feliz, optimista, confiado, alegre y lleno de vida; y la ninfa descubrió que a medida que iba suavizando las heridas de su amado guerrero, iban cicatrizando las suyas propias; heridas que ella misma tenía escondidas en el fondo de su alma, heridas que nadie había osado descubrir jamás, pero que aquel intrépido guerrero llegó a vislumbrar y a recubrir con el mismo bálsamo, que de la ninfa, había aprendido ha elaborar.
Y así sucedió que aquella ninfa, que era algo marisabidilla, consiguió comprender que aquel guerrero no estaba allí para sanar sus propias heridas, sino para curarla a ella y con ello rescatarla de aquel destierro sin fin, al que voluntariamente se había entregado.
2 comentarios:
Gracias Gusmar por regalarme un espacio en tu blog, es todo un regalo. Y gracias por la publicidad jajaja.
Gracias siempre.
Besos.
Gracias a ti Ruth, por compartir. Vuelvo en tres días, seguro y regreso cansado.Un abrazo.
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