La tarde avanzaba lenta como mis pasos, fresca como la nostalgia que emerge desde adentro y te sumerge en los abismos de la incertidumbre. Debo confesarlo, antes le temía a la nostalgia, me escondía de la incertidumbre, yo no podía aceptar que incluso la fe es un laberinto oscuro y que mientras más nos perdemos mayor es la probabilidad de ser encontrados.
Aquella tarde el cielo mostraba con orgullo su profundidad mientras despejado reflejaba el alma de quienes ya no tienen convicciones y con desespero buscan un hogar. Yo caminaba como buscando mi hogar. Somos peregrinos, eso es cierto; nos acusan de peregrinos nuestros sentimientos, esos que se despiertan como insatisfacción frente a las realidades que heredamos. Intentamos ignorar esos sentimientos, callar la insatisfacción, pero tarde o temprano nos sorprendemos caminando una tarde lenta y fresca.
Fue mi padre quien me enseñó a caminar, a caminar con un sentido. Sus metáforas siempre grotescas; en mi niñez estaba convencido de que si Dios realmente era un Padre, tendría que ser como el mío; grabé sus metáforas en mi alma mientras crecía y con ellas fui creando fragmentos de lo que soy. Y así hice literal en mi conducta eso de que “mientras camines no serás esclavo de ningún espacio”. Estoy convencido de que aquel encuentro no hubiese sido posible de no ser por las metáforas de mi padre.
La tarde desmayó entre los brazos de la noche, y mis pasos me llevaron a la plaza concordia, la misma en la que algunos de mis buenos recuerdos pasean como fantasmas que no se resignan y no aceptan que el tiempo pasó, algunas veces cuando me siento allí escucho ecos de risas, de alegrías. Allí sentado la vi a ella esparciéndose como los otros en su grupo, a todas direcciones, y ella directo a mí. Supe que no fue suerte, y aunque sabía su intención al pretender abordarme no pude evitarlo. Me distraje con su belleza y olvidé por segundos lo que supuse de su acercamiento. Se sentó a mi lado con un tímido “hola”, y yo le respondí con otro “hola”, uno que más bien era un lamento, pues lamenté que aquel saludo no fue más que el anuncio de su intento de hacerme prosélito de sus doctrinas. Deseé que aquel saludo se convirtiera de repente en el inicio de una buena conversación. Pero al instante ella soltó un “Cristo te ama” que sonó a herramienta, a método. Y entonces ocurrió.
Vi una parte de mí en ella, por mucho tiempo en mis labios el “Cristo te ama” también fue un misil, uno disparado sin orientación, uno perdido, engañado, forzado. Yo también desperdicié en otros tiempos encuentros, cegado por la “ambición dogmática”. La miré a los ojos, y en un segundo imaginé que tal vez ella estaba allí obligada por su desesperación, por el engaño creído necesario, bajo presión, huyéndole a aquello que construyeron para domarla, quizá creía que era necesario estar allí y disparar para garantizarse la vida eterna; sí, tal vez le temía al infierno sin sospechar que muchas veces desperdiciar un encuentro ya es un infierno. Tal vez ella no entendía la grandeza del amor de un Cristo que fue libertad expresada, de un Cristo que se empeñó en exponer lo absurdo del temor, que deseó que el temor no reine más alimentándose de las doctrinas ortodoxas y sistemáticas. Tal vez ella necesitaba saber que ese amor de Cristo no condiciona, pensé que ella y su “Cristo te ama” lanzado era sólo victima de las tradiciones heredadas.
Un segundo pasó después de su “Cristo te ama” y yo le respondí, sonriendo de nuevo, con un “a ti también te ama”. Y entonces el encuentro comenzó a valer, pues una buena conversación surgió… ¿De qué hablamos? De lo único que podría hablar yo en un escenario como ese…