- Si mueres te llevas mi vida… Sin ti yo estaría muerto.
Alirio sujetaba la mano de su esposa que inconciente era trasladada en una camilla por los enfermeros del Hospital Universitario De Maracaibo. Lo obligaron a esperar en el pasillo, mientras en el quirófano los médicos hacían lo suyo. Caminaba de un extremo a otro, giraba en círculos sobre el mismo punto. Llevaba sus manos a la cabeza y de vez en cuando golpeaba las paredes como para dejar escapar inútilmente sus nervios.
Miraba a la sala de espera y allí nos veía, los amigos y familiares más cercanos a él y a ella, de vez en cuando se acercaba a nosotros y observaba en silencio hacia el pasillo como si no existiera nada más a su alrededor.
No pasaron 30 minutos. Un doctor se acercó a nosotros su cara desnudaba el anuncio entre sus labios. Algunos se acercaron al doctor que se paró justo al frente de Alirio. Yo me quedé sentado detrás de ellos junto a otros amigos. Apenas el doctor dio la espalda Alirio caminó hasta la última silla detrás de mi, ignorando el resto del mundo, y sentado, con sus ojos abiertos, lloró en silencio. Todos lloraban, yo también lloré.
Veintidós años de edad tenía Alirio cuando murió su esposa. Apenas un año atrás se habían casado. Fui caballero en su matrimonio. Hasta entonces fue un joven de temperamento sanguíneo, soñador y optimista. En ocasiones compartimos sueños, nos reuníamos algunos sábados en su casa o en alguna de los que integrábamos el grupo y veíamos películas o jugábamos dominó hasta el amanecer. Pero tras la muerte de Dulce, su esposa, Alirio cambió por completo. Lloró muchas noches durante meses, yo lo vi llorar algunas veces; solo lloraba, nunca lo escuché haciendo preguntas o reproches, nunca pronunció una queja. En ocasiones intenté consolarlo con palabras, pero yo mismo lo sabía, solo eran palabras y hay momentos en las que las palabras estorban.
Un día nuestras vidas tomaron senderos contrarios. Amigos en común, preocupados, me informaban de vez en cuando que Alirio evitaba las reuniones y poco se le veía en las calles. Al parecer su vida se limitaba a la rutina laboral y visitas de vez en cuando a la iglesia donde él le juró amor eterno a su esposa. Yo pensaba “para Alirio, la vida perdió su sabor a Dulce”.
Seis años después perdió literalmente su fuerza. Tal era su condición que en ocasiones se le dificultaba sostener un vaso con agua. Su mirada parecía cada vez más perdida.
Anoche recibí una llamada, la voz de mi hermana menor me decía: “Gusmar, Alirio murió hace una hora producto de un tumor en el cerebro del que nadie sabía nada”.
Hace un par de horas vi su rostro detrás del vidrio del féretro, y, tal vez sean cosas mías, pero me pareció verle sonreír, pensé “tal vez encontró en su muerte el dulce sabor que perdió en su vida”. Y lloré en silencio, sin hacer preguntas o reproches, sin pronunciar una queja, así seguro lo deseó él. Pero no pude evitar, mientras lloraba, recordar aquellos sueños de los que una vez hablamos cuando dulce era el sabor de la vida.
Alirio sujetaba la mano de su esposa que inconciente era trasladada en una camilla por los enfermeros del Hospital Universitario De Maracaibo. Lo obligaron a esperar en el pasillo, mientras en el quirófano los médicos hacían lo suyo. Caminaba de un extremo a otro, giraba en círculos sobre el mismo punto. Llevaba sus manos a la cabeza y de vez en cuando golpeaba las paredes como para dejar escapar inútilmente sus nervios.
Miraba a la sala de espera y allí nos veía, los amigos y familiares más cercanos a él y a ella, de vez en cuando se acercaba a nosotros y observaba en silencio hacia el pasillo como si no existiera nada más a su alrededor.
No pasaron 30 minutos. Un doctor se acercó a nosotros su cara desnudaba el anuncio entre sus labios. Algunos se acercaron al doctor que se paró justo al frente de Alirio. Yo me quedé sentado detrás de ellos junto a otros amigos. Apenas el doctor dio la espalda Alirio caminó hasta la última silla detrás de mi, ignorando el resto del mundo, y sentado, con sus ojos abiertos, lloró en silencio. Todos lloraban, yo también lloré.
Veintidós años de edad tenía Alirio cuando murió su esposa. Apenas un año atrás se habían casado. Fui caballero en su matrimonio. Hasta entonces fue un joven de temperamento sanguíneo, soñador y optimista. En ocasiones compartimos sueños, nos reuníamos algunos sábados en su casa o en alguna de los que integrábamos el grupo y veíamos películas o jugábamos dominó hasta el amanecer. Pero tras la muerte de Dulce, su esposa, Alirio cambió por completo. Lloró muchas noches durante meses, yo lo vi llorar algunas veces; solo lloraba, nunca lo escuché haciendo preguntas o reproches, nunca pronunció una queja. En ocasiones intenté consolarlo con palabras, pero yo mismo lo sabía, solo eran palabras y hay momentos en las que las palabras estorban.
Un día nuestras vidas tomaron senderos contrarios. Amigos en común, preocupados, me informaban de vez en cuando que Alirio evitaba las reuniones y poco se le veía en las calles. Al parecer su vida se limitaba a la rutina laboral y visitas de vez en cuando a la iglesia donde él le juró amor eterno a su esposa. Yo pensaba “para Alirio, la vida perdió su sabor a Dulce”.
Seis años después perdió literalmente su fuerza. Tal era su condición que en ocasiones se le dificultaba sostener un vaso con agua. Su mirada parecía cada vez más perdida.
Anoche recibí una llamada, la voz de mi hermana menor me decía: “Gusmar, Alirio murió hace una hora producto de un tumor en el cerebro del que nadie sabía nada”.
Hace un par de horas vi su rostro detrás del vidrio del féretro, y, tal vez sean cosas mías, pero me pareció verle sonreír, pensé “tal vez encontró en su muerte el dulce sabor que perdió en su vida”. Y lloré en silencio, sin hacer preguntas o reproches, sin pronunciar una queja, así seguro lo deseó él. Pero no pude evitar, mientras lloraba, recordar aquellos sueños de los que una vez hablamos cuando dulce era el sabor de la vida.