En noviembre suelo caminar más de lo común. Despierto temprano y temprano estoy sobre las calles que parecen más largas y sin final en este mes. No lo hago por mi salud, aunque deberá; lo hago por mis manos que, aunque cansadas por las letras nocturnas, despiertan con sed de uvas historias; lo hago por mis ojos que, aunque trasnochados por el sueño corto, despiertan queriendo observar.
La primera mañana de este noviembre, después de tanto caminar, llegué a una plaza y decidí sentarme en uno de sus bancos. Ella daba vueltas alrededor de la plaza con un ritmo de diosa de otros tiempos. Sin poder evitarlo la observé en su recorrido, preguntándome cómo pudo aprender tan sublime andar, queriendo descubrir todo lo que escondía su ritmo. Sus ojos eran del color del mismo cielo, despejado, suave, azul. Su cuerpo hablaba de belleza, de esa que es espontánea, natural, belleza que no puede imitar el esfuerzo. Su piel me hizo recordar la niebla que cubre los cerros del centro de este occidente perdido y arrinconado. La perdí de vista mientras me sumergía entre los recuerdos de aquellos días alegres los pies del abuelo que una vez sembró en mí historias que siempre cuento.
Ella me asaltó con un ataque no esperado por mi derecha y la descubrí sentada a mi lado, respirando lento. Con su toalla acariciaba su rostro de diosa y su voz le dio un matiz diferente a la mañana.
-¿Cuál es tu signo?
Preguntó, sin aviso y sin mirarme, ocupada en las trenzas de sus tenis, con una seguridad en sí misma que se reflejaba en su voz y en sus movimientos agraciados.
Y yo que nunca le h entregado mi suerte a los astros ni a nada que no pueda entender m quedé por un segundo sin respuesta.
-¿Mi signo? El de interrogación.
“¡qué tonto soy!”, pensé al escucharme responder.
-Interesante.
Dijo ella, esta vez mirándome con el cielo de sus ojos.
-Atormentador.
Respondí yo, de nuevo sin pensar antes de hacerlo. (¿Por qué no puedo usar mejores palabras frente a una chica de ritmo de diosa de otros tiempos?).
-Lo sé, es una tormenta que no se puede esquivar.
Quedé sorprendido al escucharla. M enamoré de su “lo sé”, me enamoré como un niño se enamora y sale todas las mañanas a observar a la niña que ama mientras ella pasea en su bici alrededor de la plaza disimulando no verlo. Sentí que realmente ella sabía de lo que hablaba, hasta pensé aquella mañana que yo sería l tema de una historia escrita por ella. Vi en ella esa misma sed que me llevó a caminar. Tuve cuidado de no tener cuidado en mis próximas palabras y me entregué, tal vez por primera vez en muchos años, a la suerte de lo desconocido. Sentí alivio mientras me expresaba sin miedo a no ser entendido. Me vaciaba de las palabras no exactas, algunas tan tontas como “libertad”, “verdad”, “cansancio”. Olvidé por qué me senté en ese lugar, olvidé preguntarle su nombre y si volvería allí al amanecer. Ella parecía tan distraída como yo; mientras conversábamos sentía que escribíamos sobre un mismo papel y con la misma tinta y prisa de quien no se permite olvidar una palabra y no quiere dejar escapar una sola idea, al mismo tiempo parecíamos compartir la lectura de un libro sagrado, de esos que o puedes dejar de leer, de los que si nunca lees no habrías vivido.
La vi marcharse, ella sonreía como quien se sabe observado y lo ha deseado.
Su andar, lo supe, su andar de diosa es de quien ha comprendido que la libertad es un camino y la verdad es libertad.
La primera mañana de este noviembre, después de tanto caminar, llegué a una plaza y decidí sentarme en uno de sus bancos. Ella daba vueltas alrededor de la plaza con un ritmo de diosa de otros tiempos. Sin poder evitarlo la observé en su recorrido, preguntándome cómo pudo aprender tan sublime andar, queriendo descubrir todo lo que escondía su ritmo. Sus ojos eran del color del mismo cielo, despejado, suave, azul. Su cuerpo hablaba de belleza, de esa que es espontánea, natural, belleza que no puede imitar el esfuerzo. Su piel me hizo recordar la niebla que cubre los cerros del centro de este occidente perdido y arrinconado. La perdí de vista mientras me sumergía entre los recuerdos de aquellos días alegres los pies del abuelo que una vez sembró en mí historias que siempre cuento.
Ella me asaltó con un ataque no esperado por mi derecha y la descubrí sentada a mi lado, respirando lento. Con su toalla acariciaba su rostro de diosa y su voz le dio un matiz diferente a la mañana.
-¿Cuál es tu signo?
Preguntó, sin aviso y sin mirarme, ocupada en las trenzas de sus tenis, con una seguridad en sí misma que se reflejaba en su voz y en sus movimientos agraciados.
Y yo que nunca le h entregado mi suerte a los astros ni a nada que no pueda entender m quedé por un segundo sin respuesta.
-¿Mi signo? El de interrogación.
“¡qué tonto soy!”, pensé al escucharme responder.
-Interesante.
Dijo ella, esta vez mirándome con el cielo de sus ojos.
-Atormentador.
Respondí yo, de nuevo sin pensar antes de hacerlo. (¿Por qué no puedo usar mejores palabras frente a una chica de ritmo de diosa de otros tiempos?).
-Lo sé, es una tormenta que no se puede esquivar.
Quedé sorprendido al escucharla. M enamoré de su “lo sé”, me enamoré como un niño se enamora y sale todas las mañanas a observar a la niña que ama mientras ella pasea en su bici alrededor de la plaza disimulando no verlo. Sentí que realmente ella sabía de lo que hablaba, hasta pensé aquella mañana que yo sería l tema de una historia escrita por ella. Vi en ella esa misma sed que me llevó a caminar. Tuve cuidado de no tener cuidado en mis próximas palabras y me entregué, tal vez por primera vez en muchos años, a la suerte de lo desconocido. Sentí alivio mientras me expresaba sin miedo a no ser entendido. Me vaciaba de las palabras no exactas, algunas tan tontas como “libertad”, “verdad”, “cansancio”. Olvidé por qué me senté en ese lugar, olvidé preguntarle su nombre y si volvería allí al amanecer. Ella parecía tan distraída como yo; mientras conversábamos sentía que escribíamos sobre un mismo papel y con la misma tinta y prisa de quien no se permite olvidar una palabra y no quiere dejar escapar una sola idea, al mismo tiempo parecíamos compartir la lectura de un libro sagrado, de esos que o puedes dejar de leer, de los que si nunca lees no habrías vivido.
La vi marcharse, ella sonreía como quien se sabe observado y lo ha deseado.
Su andar, lo supe, su andar de diosa es de quien ha comprendido que la libertad es un camino y la verdad es libertad.
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