lunes, 13 de junio de 2011

SOLEDAD.

Anciano, lleno de días, buenos y malos, de pocas palabras, la risa se ausentó de sus labios una mañana de junio, él creyó que había sido una sabia decisión, pensó que tal vez era lo mejor, quizá no para él pero sí para ella. Ella intentó explicarle que se equivocaba y juró que lo encontraría una y dos y hasta mil veces de nuevo, que no habría lugar en el que pudiera esconderse, lo juró aún sabiendo que él era ágil para desaparecer, lo juró aún sabiendo que tal vez nunca más volvería a encontrarlo.

Se sienta cada mañana en el porche de la casa que soñó en su juventud, esperando los ochenta que ya se acercan, en su mano derecha un cigarrillo con el que desafía a la muerte, o más bien con el que se burla de ella, demostrándole que no ha podido ni aun con todos sus intentos y a pesar de sus descuidos ser derrotado. Su mirada cansada, ya ni se esfuerza para ver más allá de sí mismo, piensa que no necesita hacerlo, ha visto demasiado, se ha alimentado de paisajes, de rostros, de lugares, todo lo que necesita ver lo guarda dentro de él, en su memoria. Es densa la niebla de las mañanas de junio, él lo sabe, y a pesar de los tormentos que se esconden en ella se levanta dispuesto a jugar con ellos; no pretende engañarse, no esquiva sus culpas y reconoce sus errores, es así como los fantasmas que despiertan en junio, y lo esperan sentados en el porche al amanecer, terminan aliados a él, sin armas para atormentarlo, encerrados en galerías de buenos recuerdos y malos recuerdos.

Sin embargo, siente dolor. He allí su error más grande: la soledad. No se permitió la compañía, teniendo siempre excusas para partir, jugando siempre a buscar mundos, alejándose cada vez más de ella. Ya se acercan los ochentas, así que cada tarde se sienta de nuevo en el mismo lugar, esta vez sin cigarros en su mano derecha, sino con un lote de los versos que en la soledad le escribió a ella, piensa que hiriendo sus heridas puede anestesiar el dolor. Así que va leyendo sus versos y al terminar cada hoja la deja escapar de sus manos dejándole su suerte al viento, siempre pensó que sus letras llegarían a ella y ella entendería que aunque la alejó de él nunca dejó de amarla. Tal vez ella lo sabe, puede que aun intenta encontrarlo; a veces me siento también en el porche de mi casa, a dejar que el viento deje caer los versos de aquel anciano en mis manos, a veces leo sus versos, y pienso en ella, en quien sonríe para mí mientras me mira como si todo el universo fuera una excusa para encontrarnos, yo espero no tener el valor para alejarme de ella, espero atar mis pasos con cobardía para no invocar la soledad.

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