Hoy lo reconocen, para aquel entonces él se había resignado a una vida más sin ella, a pesar de que apenas pisaba el escalón de los treinta sus muchos intentos que igualaban sus fracasos lo llevaban a pensar que no sería posible, ya sabía demasiado como para entregarse al juego tonto del amor, que no es tan tonto como cuando aun no pisas los treinta. Resignado justificaba su cobardía con la falsa entrega a la construcción de un futuro distinto para él, su plan era tan tonto como el amor a su edad, pero al menos tenía un plan para entretenerse. Ella aun no se resignaba, apenas entraba a la sala de los juegos tontos, pero escudada con un todavía no es el tiempo, con una serie de reglas auto dictadas que, según ella misma, la protegerían de los fracasos que terminan siendo veredas que conducen al amor verdadero, así lo reconocen hoy.
Ni si quiera su plan pudo cambiar su naturaleza, no es fácil deshacerse de los vicios y hábitos que se llevan en el alma durante tantas vidas, y él siempre fue un andante, criatura sin hogar, supuso alguna vez que semejante vicio era una maldición que solo podía romper la sonrisa del amor, eso fue antes de decidir no ser más tonto. Lo cierto es que aun a sus treinta se mantenía errante, se reconocía forastero, y sin orgullo pues le pesaba ser un nómada, pues extrañaba la quietud del hogar que nunca tuvo, ser recibido con un abrazo después de cada jornada que la vida exigía, mirar la luna acompañado de ella, sin ruegos, teniéndola a su lado.
Ni siquiera sus reglas la mantuvieron al margen de él, lo vio pasar frente a ella, y sin saber cómo explicarlo creyó recordar las palabras que escuchó dentro de ella: “tendrás que esforzarte en nuestro próximo encuentro, tendrás que sonreír como hoy”. Y así sonrió, como aquella noche frente al lago que separaba el bosque de la pequeña aldea, cuando se despedían porque así debía ser, porque de lo contrario la muerte la arrancaría a ella de su lado, cuando él, antes de perderse entre los caminos del bosque, juró encontrarla de nuevo, reconocerla y arrebatársela al tiempo para él. Así sonrió, como aquella noche en la que confió en aquella promesa, porque era tonta, como él era tonto, porque creían que podrían desafiar los tiempos y abrirse paso en otros siglos hasta coincidir y de nuevo unirse el uno al otro. Él la miró sonreír y siguió caminando, de espalda a ella, uno, dos, tres, cuatro pasos y se detuvo… ¿Quién era ella? ¿Por qué le sonreía? ¿Cómo podía esa sonrisa golpear su alma con paz?
Volteó y allí seguía ella, mirándolo, no pudo evitar reír, por sentirse tan tonto a su edad, por creer de repente en tonterías, por pensar que la maldición que lo mantenía caminando era tan solo el producto de un juramento, ella entonces le dio la espalda y siguió su camino, el juego apenas empezaba, él sospechó que cada mañana tropezarían en la misma esquina, y pronto caminarían en el mismo sentido, tomados de la mano, hacía el mismo lugar…
Ni si quiera su plan pudo cambiar su naturaleza, no es fácil deshacerse de los vicios y hábitos que se llevan en el alma durante tantas vidas, y él siempre fue un andante, criatura sin hogar, supuso alguna vez que semejante vicio era una maldición que solo podía romper la sonrisa del amor, eso fue antes de decidir no ser más tonto. Lo cierto es que aun a sus treinta se mantenía errante, se reconocía forastero, y sin orgullo pues le pesaba ser un nómada, pues extrañaba la quietud del hogar que nunca tuvo, ser recibido con un abrazo después de cada jornada que la vida exigía, mirar la luna acompañado de ella, sin ruegos, teniéndola a su lado.
Ni siquiera sus reglas la mantuvieron al margen de él, lo vio pasar frente a ella, y sin saber cómo explicarlo creyó recordar las palabras que escuchó dentro de ella: “tendrás que esforzarte en nuestro próximo encuentro, tendrás que sonreír como hoy”. Y así sonrió, como aquella noche frente al lago que separaba el bosque de la pequeña aldea, cuando se despedían porque así debía ser, porque de lo contrario la muerte la arrancaría a ella de su lado, cuando él, antes de perderse entre los caminos del bosque, juró encontrarla de nuevo, reconocerla y arrebatársela al tiempo para él. Así sonrió, como aquella noche en la que confió en aquella promesa, porque era tonta, como él era tonto, porque creían que podrían desafiar los tiempos y abrirse paso en otros siglos hasta coincidir y de nuevo unirse el uno al otro. Él la miró sonreír y siguió caminando, de espalda a ella, uno, dos, tres, cuatro pasos y se detuvo… ¿Quién era ella? ¿Por qué le sonreía? ¿Cómo podía esa sonrisa golpear su alma con paz?
Volteó y allí seguía ella, mirándolo, no pudo evitar reír, por sentirse tan tonto a su edad, por creer de repente en tonterías, por pensar que la maldición que lo mantenía caminando era tan solo el producto de un juramento, ella entonces le dio la espalda y siguió su camino, el juego apenas empezaba, él sospechó que cada mañana tropezarían en la misma esquina, y pronto caminarían en el mismo sentido, tomados de la mano, hacía el mismo lugar…
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