Tal vez se equivocó, pero puede que solo buscaba satisfacer esa necesidad, es cierto, nos equivocamos a veces por nuestra desesperación y nos ciega el deseo de encontrar “agua que calme nuestra sed”. ¿Pero quién puede culparla? ¿Quién nos culpa?
A ella una turba de hombres “perfectos”, según los parámetros que ellos construyeron, según las interpretaciones emitidas entre las paredes de sus sinagogas. La llaman “adúltera”, porque ellos aprendieron a cambiar el nombre de quienes no encajan en el sistema. Y la “adúltera” es una herramienta este día, les permite brillar como rectos y estrechar entre ellos sus manos saludando la perfección que otros, evidentemente no han alcanzado; y la “adúltera” es mucho más aún, también es carnada. Allá van, buscando al que llaman Cristo para escupirle la perfección en la cara y dejar en sus manos la decisión de qué se debe hacer con la “adúltera”, apuestan a que no es lo suficientemente integro como para emitir el juicio correcto: apedrearla. Y si tiene la valentía para aprobar su ejecución tal vez su popularidad disminuya.
¿Quién nos culpa? ¿Cómo nos llaman? ¿Qué somos para ellos? ¿Somos oscuridad que les permite brillar? ¿Somos carnada para sus experimentos?
<<“Herejes”, “ateos”, “descarriados”, “ex creyentes”… “No lo llames hermano, no es tu hermano”… “Evita su compañía fue cortado de la congregación”… “No escuches sus razonamientos, el mundo y sus filosofías lo han seducido”… “No leas lo que escribe, satanás se viste de luz”…>>
Ellos siguen siendo una turba de hombres y mujeres, con piedras en las manos, tal vez piensan que la piedad necesita equilibrio y las piedras en las manos ayuda a mantenerlo. La “adúltera” de pie frente al Cristo, los perfectos la acusan y sonríen esperando su juicio. Ustedes conocen la historia, pero ella no la conocía, apenas la vivía: cada segundo es una eternidad de agonía tras otra, ella sabe cuán duro es el corazón del hombre, lo sabe porque más de uno la ha herido, no con piedras, pero si con caricias que se ausentan, con besos que no vuelven, con promesas que no se cumplen, con palabras que se desvanecen como la noche y huyen como el viento al sur. Podría morir apedreada, o tal vez sobrevivir y no es un consuelo, tendría que lucir las marcas del juicio por las calles del pueblo.
Pero el Cristo no defiende las enseñanzas de la sinagoga, ni es seducido por la perfección de la turba, al parecer no le interesa la perfección, tampoco mantener con vida un sistema que es capaz de reconciliar conceptos como “piedad y piedras”, que propicia la ocasión para atentar contra el ser humano, que sirve como escenario para juegos de “poder y control”.
La mujer quizás ni siquiera escuchó las palabras del Cristo, pero de repente no habían ni perfectos ni piedras a su alrededor. Allí estaba, frente a él, el agua que calma la sed, amor verdadero. Una vez dije, en una reunión con muchos hombres perfectos que “tal vez ser adúltera le permitió conocer al Cristo” y sentí las piedras apuntándome, me di cuenta que no soy perfecto y, honestamente, me gustó más desnudar mi imperfección aunque eso me convirtiera en un blanco y no seguir disimulando, con disfraces de piedad. En esta historia encuentro a un Cristo interesado en defender al hombre, disparando en contra de leyes, doctrinas, ideologías que dan pie a la estúpida actitud de superioridad, actitud que hace modelar conceptos como “la fe nos hace fuerte y mejores que el mundo”, actitud que alimenta la idea de un orden de clases, de divisiones dentro de la sociedad, de etiquetas según “logros”, conceptos que en muchas manifestaciones del cristianismo laten con fuerza, como si ellos, y no el Cristo, fueran el corazón del cristianismo.
No sé ustedes, pero si esa historia es cierta y ese hombre fue Dios, yo prefiero ser un adúltero, un hereje, un descarriado y cualquier otra cosa y no un defensor o embajador de un sistema que no es capaz de quedarse frente al maestro un minuto más para escucharlo decir “Ni yo te condeno”.
A ella una turba de hombres “perfectos”, según los parámetros que ellos construyeron, según las interpretaciones emitidas entre las paredes de sus sinagogas. La llaman “adúltera”, porque ellos aprendieron a cambiar el nombre de quienes no encajan en el sistema. Y la “adúltera” es una herramienta este día, les permite brillar como rectos y estrechar entre ellos sus manos saludando la perfección que otros, evidentemente no han alcanzado; y la “adúltera” es mucho más aún, también es carnada. Allá van, buscando al que llaman Cristo para escupirle la perfección en la cara y dejar en sus manos la decisión de qué se debe hacer con la “adúltera”, apuestan a que no es lo suficientemente integro como para emitir el juicio correcto: apedrearla. Y si tiene la valentía para aprobar su ejecución tal vez su popularidad disminuya.
¿Quién nos culpa? ¿Cómo nos llaman? ¿Qué somos para ellos? ¿Somos oscuridad que les permite brillar? ¿Somos carnada para sus experimentos?
<<“Herejes”, “ateos”, “descarriados”, “ex creyentes”… “No lo llames hermano, no es tu hermano”… “Evita su compañía fue cortado de la congregación”… “No escuches sus razonamientos, el mundo y sus filosofías lo han seducido”… “No leas lo que escribe, satanás se viste de luz”…>>
Ellos siguen siendo una turba de hombres y mujeres, con piedras en las manos, tal vez piensan que la piedad necesita equilibrio y las piedras en las manos ayuda a mantenerlo. La “adúltera” de pie frente al Cristo, los perfectos la acusan y sonríen esperando su juicio. Ustedes conocen la historia, pero ella no la conocía, apenas la vivía: cada segundo es una eternidad de agonía tras otra, ella sabe cuán duro es el corazón del hombre, lo sabe porque más de uno la ha herido, no con piedras, pero si con caricias que se ausentan, con besos que no vuelven, con promesas que no se cumplen, con palabras que se desvanecen como la noche y huyen como el viento al sur. Podría morir apedreada, o tal vez sobrevivir y no es un consuelo, tendría que lucir las marcas del juicio por las calles del pueblo.
Pero el Cristo no defiende las enseñanzas de la sinagoga, ni es seducido por la perfección de la turba, al parecer no le interesa la perfección, tampoco mantener con vida un sistema que es capaz de reconciliar conceptos como “piedad y piedras”, que propicia la ocasión para atentar contra el ser humano, que sirve como escenario para juegos de “poder y control”.
La mujer quizás ni siquiera escuchó las palabras del Cristo, pero de repente no habían ni perfectos ni piedras a su alrededor. Allí estaba, frente a él, el agua que calma la sed, amor verdadero. Una vez dije, en una reunión con muchos hombres perfectos que “tal vez ser adúltera le permitió conocer al Cristo” y sentí las piedras apuntándome, me di cuenta que no soy perfecto y, honestamente, me gustó más desnudar mi imperfección aunque eso me convirtiera en un blanco y no seguir disimulando, con disfraces de piedad. En esta historia encuentro a un Cristo interesado en defender al hombre, disparando en contra de leyes, doctrinas, ideologías que dan pie a la estúpida actitud de superioridad, actitud que hace modelar conceptos como “la fe nos hace fuerte y mejores que el mundo”, actitud que alimenta la idea de un orden de clases, de divisiones dentro de la sociedad, de etiquetas según “logros”, conceptos que en muchas manifestaciones del cristianismo laten con fuerza, como si ellos, y no el Cristo, fueran el corazón del cristianismo.
No sé ustedes, pero si esa historia es cierta y ese hombre fue Dios, yo prefiero ser un adúltero, un hereje, un descarriado y cualquier otra cosa y no un defensor o embajador de un sistema que no es capaz de quedarse frente al maestro un minuto más para escucharlo decir “Ni yo te condeno”.
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