Al leer la historia de los tres judíos, amigos de Daniel, echados al horno de fuego (Daniel 3), me pregunto cómo la interpretaríamos si Dios no interviene a favor de ellos y dibuja el milagroso rescate relatado en el libro del profeta Daniel capítulo tres. Qué diríamos de ese relato si ese pasaje culminara con un versículo frío, triste y trágico que nos dijera algo como: “Y así Sadrac, Mesac y Abed-nego, luego de vivir al servicio de Dios mostrándose íntegros y fieles, murieron en el horno de fuego hecho por Nabucodonosor para castigar a quien no adorase la estatua de oro”.
¿Existió esa posibilidad? ¿Pudo ser ese el final?
Las valientes e inspiradoras palabras de los tres jóvenes judíos sugieren que ellos sabían que Dios tenía el poder para rescatarlos, que suponían que Dios con Su poder los rescataría, sin embargo nos permiten ver dentro de ellos y entender que también sabían que el Dios de sus padres, el Dios de su nación podía no salvarlos, pero aun así no estaban dispuestos a adorar la estatua del rey y traicionar al Dios Poderoso y Soberano al cual servían y adoraban.
¿Qué diríamos de estos tres jóvenes? Que fueron fieles hasta la muerte, que se entregaron a la voluntad de Dios, que no dependía de ellos el desenlace de la historia. ¿Qué diríamos de Dios? Que Él es Soberano, que Su voluntad no debe ser cuestionada, que siempre Su voluntad es lo mejor. ¿Seguiría siendo una gran historia? ¿Inspiraría buenos sermones? ¿Qué nos permitiría entender sobre la fe?
La Biblia relata historias cuyos finales no son tan gloriosos como el de Sadrac, Mesac y Abed-nego, historias en las que el cuidado de Dios parece no estar presente, donde las declaraciones asombrosas no son acompañadas de grandes milagros, que pueden enmudecer la presunción de “grandes hombres de fe”. Observemos a Efraín despojado de su ganado por los hijos de Gat, quienes no solo arrebataron sus animales sino también mataron a sus nueve hijos (1 Crónicas 7: 20,21); veamos a David llorando a Absalón su hijo, primero sufrió la sublevación, amenazado por su propio hijo, y luego tuvo que lidiar con la culpa de su muerte, de no ser rey de Israel su hijo aun estaría con vida y tal vez tendría una familia normal, una vida tranquila en el campo, pero Dios lo escogió como rey y en el ejercicio de su llamado debía enfrentar situaciones trágicas como esa (2 Samuel 19: 4); también el profeta Oseas afrontó la incertidumbre y confusión al amar a una mujer que no correspondió su amor y compromiso, la amó obedeciendo la orden directa de Dios, el mismo Dios que aparentemente no tuvo cuidado de inducir en ella amor verdadero hacia él. Y así encontramos tantas historias más. ¿Qué nos enseñan estas historias? ¿Merecen la misma atención que historias como la de los tres jóvenes judíos y la resurrección de Lázaro? ¿Nos ayudan a entender el carácter de Dios? ¿Son beneficiosas para la formación de nuestras actitudes como hombres y mujeres que deseamos conocer a Dios?
En lo personal me gustan esas historias, encuentro en ellas principios que ayudan a comprender la fe, a conceptualizarla más allá de la fantasía y el sensacionalismo en la que ha sido empaquetada en muchos escenarios. Me gustan porque ayudan a comprender la realidad, porque sirven de ancla cuando naufragamos en mares de desesperanza y lamentaciones.
Entender el vínculo entre fe y realidad es como caminar junto a Moisés a la cumbre del Pisga (Deuteronomio 34: 1-7). Estoy seguro que fue un camino largo y fatigoso, Moisés no solo debe ascender a una edad avanzada, sino que debe hacerlo sabiendo que su llegada a la cumbre será el final de su vida, que allá contemplará una tierra prometida por la cual fue despojado de sus comodidades y reclutado para ejercer un llamado; lidió con la aflicción, la frustración, la amargura, esperando pisar la tierra prometida a sus ancestros, pero la contemplará sabiendo que no disfrutará de sus bondades, que no podrá caminar por sus senderos, ni llamarla hogar. Moisés camina con cicatrices en el alma, con recuerdos de la gloria de Dios, imágenes de Su poder, de Su bondad e incluso de Su ira. Sabe que Dios podría llevarlo a la tierra prometida, que podría hacerle vivir un par de años más, y eso pudo fortalecer su fe pero también pudo abatir su alma. ¿Si tiene el poder para hacerlo por qué no lo hace? ¿Sino tiene que rendirle cuentas a nadie por qué no salta el capítulo y le permite disfrutar de aquel lugar por el cual él le había servido guiando a un pueblo conflictivo?
Cuando leo en Deuteronomio capítulo treinta y cuatro, versículo siete: “…sus ojos nunca se oscurecieron, ni perdió su vigor”, me gusta pensar que es una forma poética de decir que podemos abrazarnos a la fe en medio de las dudas, de la incertidumbre y la tragedia, que ni siquiera la debilidad humana puede mellar ese rayo de esperanza que nos mantiene atraídos a un mejor porvenir.
El siguiente relato está basado en una historia real, es sobre una familia que camina hacia la cumbre del Pisga; sus personajes me rodearon, miré la aflicción encarnada en sus ojos, la incertidumbre de no saber, de no creer y de creer, sentí el roce de la duda paseando entre los laberintos de la fe. Comprendí junto a ellos que se puede sobrevivir a esos minutos eternos de interrogantes, que la fe realmente es un salto al vacío, es observar el abismo desde la cima de una montaña.
¿Existió esa posibilidad? ¿Pudo ser ese el final?
Las valientes e inspiradoras palabras de los tres jóvenes judíos sugieren que ellos sabían que Dios tenía el poder para rescatarlos, que suponían que Dios con Su poder los rescataría, sin embargo nos permiten ver dentro de ellos y entender que también sabían que el Dios de sus padres, el Dios de su nación podía no salvarlos, pero aun así no estaban dispuestos a adorar la estatua del rey y traicionar al Dios Poderoso y Soberano al cual servían y adoraban.
¿Qué diríamos de estos tres jóvenes? Que fueron fieles hasta la muerte, que se entregaron a la voluntad de Dios, que no dependía de ellos el desenlace de la historia. ¿Qué diríamos de Dios? Que Él es Soberano, que Su voluntad no debe ser cuestionada, que siempre Su voluntad es lo mejor. ¿Seguiría siendo una gran historia? ¿Inspiraría buenos sermones? ¿Qué nos permitiría entender sobre la fe?
La Biblia relata historias cuyos finales no son tan gloriosos como el de Sadrac, Mesac y Abed-nego, historias en las que el cuidado de Dios parece no estar presente, donde las declaraciones asombrosas no son acompañadas de grandes milagros, que pueden enmudecer la presunción de “grandes hombres de fe”. Observemos a Efraín despojado de su ganado por los hijos de Gat, quienes no solo arrebataron sus animales sino también mataron a sus nueve hijos (1 Crónicas 7: 20,21); veamos a David llorando a Absalón su hijo, primero sufrió la sublevación, amenazado por su propio hijo, y luego tuvo que lidiar con la culpa de su muerte, de no ser rey de Israel su hijo aun estaría con vida y tal vez tendría una familia normal, una vida tranquila en el campo, pero Dios lo escogió como rey y en el ejercicio de su llamado debía enfrentar situaciones trágicas como esa (2 Samuel 19: 4); también el profeta Oseas afrontó la incertidumbre y confusión al amar a una mujer que no correspondió su amor y compromiso, la amó obedeciendo la orden directa de Dios, el mismo Dios que aparentemente no tuvo cuidado de inducir en ella amor verdadero hacia él. Y así encontramos tantas historias más. ¿Qué nos enseñan estas historias? ¿Merecen la misma atención que historias como la de los tres jóvenes judíos y la resurrección de Lázaro? ¿Nos ayudan a entender el carácter de Dios? ¿Son beneficiosas para la formación de nuestras actitudes como hombres y mujeres que deseamos conocer a Dios?
En lo personal me gustan esas historias, encuentro en ellas principios que ayudan a comprender la fe, a conceptualizarla más allá de la fantasía y el sensacionalismo en la que ha sido empaquetada en muchos escenarios. Me gustan porque ayudan a comprender la realidad, porque sirven de ancla cuando naufragamos en mares de desesperanza y lamentaciones.
Entender el vínculo entre fe y realidad es como caminar junto a Moisés a la cumbre del Pisga (Deuteronomio 34: 1-7). Estoy seguro que fue un camino largo y fatigoso, Moisés no solo debe ascender a una edad avanzada, sino que debe hacerlo sabiendo que su llegada a la cumbre será el final de su vida, que allá contemplará una tierra prometida por la cual fue despojado de sus comodidades y reclutado para ejercer un llamado; lidió con la aflicción, la frustración, la amargura, esperando pisar la tierra prometida a sus ancestros, pero la contemplará sabiendo que no disfrutará de sus bondades, que no podrá caminar por sus senderos, ni llamarla hogar. Moisés camina con cicatrices en el alma, con recuerdos de la gloria de Dios, imágenes de Su poder, de Su bondad e incluso de Su ira. Sabe que Dios podría llevarlo a la tierra prometida, que podría hacerle vivir un par de años más, y eso pudo fortalecer su fe pero también pudo abatir su alma. ¿Si tiene el poder para hacerlo por qué no lo hace? ¿Sino tiene que rendirle cuentas a nadie por qué no salta el capítulo y le permite disfrutar de aquel lugar por el cual él le había servido guiando a un pueblo conflictivo?
Cuando leo en Deuteronomio capítulo treinta y cuatro, versículo siete: “…sus ojos nunca se oscurecieron, ni perdió su vigor”, me gusta pensar que es una forma poética de decir que podemos abrazarnos a la fe en medio de las dudas, de la incertidumbre y la tragedia, que ni siquiera la debilidad humana puede mellar ese rayo de esperanza que nos mantiene atraídos a un mejor porvenir.
El siguiente relato está basado en una historia real, es sobre una familia que camina hacia la cumbre del Pisga; sus personajes me rodearon, miré la aflicción encarnada en sus ojos, la incertidumbre de no saber, de no creer y de creer, sentí el roce de la duda paseando entre los laberintos de la fe. Comprendí junto a ellos que se puede sobrevivir a esos minutos eternos de interrogantes, que la fe realmente es un salto al vacío, es observar el abismo desde la cima de una montaña.
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