En primer lugar pido disculpa por pretender incluirme en los rastros de sus tiempos con esta nota, es el prologo de una historia que escribo en homenaje a un amigo, más que amigo, un compañero de ruta con el que accidentalmente tropecé dentro del tiempo. Si te detienes para leerlo necesito expresarte mi agradecimiento puesto que lo escribí porque necesito expresarlo, ¿a veces no sientes que es agonizante saberse vivo frente a la muerte? ¿No piensas que la muerte es el único destino seguro del cual podemos alardear de conocerlo? ¿Se necesita valor para alardear de tal conocimiento? ¿O se necesita aceptar que ya estamos muertos? Son tantas las preguntas que me he planteado para emprender este viaje que llamé “Mas que un nombre” y que ya me lleva por una ruta de veinticinco mil palabras, sospechando que aun no voy por la mitad del camino, y que tal vez de igual forma es un esfuerzo inútil… Pero qué más da, sigo vivo…Saludos…
El veintiuno de marzo del año dos mil diez, recibí una lección.
Francisco me había dicho dos días antes, “brother, estoy cansado, vamos a descansar este fin de semana”. Me pareció extraño, Francisco era una persona activa, no era amante de los descansos, debí suponer que algo extraño pasaba… Llevábamos dos meses trabajando en los barrios alrededor de la Carretera H de la ciudad de Cabimas, organizábamos torneos de futbol y actividades culturales que permitieran una sana distracción a la juventud de esos barrios, los mismos donde él creció. Comenzamos ese trabajo por accidente, los dos estábamos cansado de ver cómo estos barrios se hundían en delincuencia y vicios, nos preguntábamos por qué nadie hacía nada, por qué los padres no tomaban medidas para que sus hijos no vagaran por el mundo de los vicios que matan las ilusiones y a la vida misma. Hablábamos entre nosotros sobre nuestras ideas de la eternidad y de la necesidad de que el ser humano perdurara en el tiempo. Admirábamos juntos la sed de los personajes de Homero, “ellos supieron vivir, consagrando sus vidas al ideal de la eternidad”. Coincidíamos en la idea de que “el hombre puede seguir existiendo en la memoria de la historia, en los recuerdos de los hombres que siguen vivos después de nuestra ausencia”.
A medida que nuestra amistad se estrechaba comprendí que ambos habíamos vivido de una forma parecida, que habíamos recorrido cuantas veredas conocíamos, movidos por una sed natural que no habíamos podido saciar en nuestros recorridos. “¿Qué crees que hay después de la muerte?”, me preguntó una vez, yo sonreí, me gustaban sus preguntas, sabía que a la mayoría no les gusta expresar esas interrogantes y mucho menos tratar de responderlas, pero él vivía como un niño, sin temores de preguntar o descubrir. “Creo que solo podremos saberlo con certeza después de nuestra muerte”, le respondí bromeando, aunque seguro de que era la respuesta más indicada que podía darle. “O tal vez no podremos saberlo ni después de la muerte”, respondió él sonriendo también. Sabía a qué se refería, ya nos habíamos planteado la posibilidad de que la muerte fuera el fin de la conciencia humana, de que no existiera continuidad, ni cielo ni infierno, nada.
El viernes diecinueve por petición suya iniciamos un descanso. Yo me fui a casa de mis padres a cuarenta minutos de la ciudad de Cabimas. Dos días después, el veintiuno de marzo, recibí una llamada: “hermano, Francisco… Es una noticia lamentable… Hermano… Está muerto…Francisco murió”.
Aquello era una maldita broma, un mal chiste. Pero no podían estar jugando con eso. Escribí un mensaje de texto en mi celular que debí enviar a más de ciento cincuenta contactos de los que pertenecían al grupo de jóvenes y adolescentes. “Necesito saber de Francisco, ¿es cierto que murió?”.
Las respuestas llegaron de inmediato, uno a uno me confirmaban lo que no podía ser cierto. Eran las seis de la mañana, aun no podía creerlo. Me duché y mientras lo hacía pensaba que tal vez despertaría en unos minutos riendo de este sueño. Salí del baño, me vestí y aun no despertaba, tomé un vehículo que me llevó hasta la ciudad de Cabimas y no despertaba. No aguantaba mi llanto, Francisco era mi amigo, juntos estábamos desarrollando un sueño de toda la vida, lográbamos entendernos, dudábamos sin miedo y desafiábamos hasta nuestra fe. Él no podía estar muerto, ¡por qué rayos no podía despertar!
Llegué al terminal de Cabimas… “¿Gusmar, dónde estás?”… “¿Por qué no llegas?”… “Aquí estamos todos, te estamos esperando”. “¿Por qué pasó esto? No es justo, Gusmar, por qué…”. “Estamos en los Laureles, ya lo trajeron a casa del tío, Gusmar por qué…”. Llegaban los mensajes a mi celular uno tras otro… ¡Por qué! Yo mismo quería saberlo… Llegué a los laureles, al sector cinco, bajé del auto por puesto, pensé llevar mi maleta a mi habitación, a ver si perdiendo el tiempo podía despertar del sueño, pero no pude, caminé por las veredas que conducían a casa de su tío, ¡las mismas que caminamos juntos dos días atrás! Pensé en todas la veredas que caminamos de esa urbanización, en todas las calles de todos los barrios…
La plaza frente a la casa del tío “tite” estaba repleta de adolescentes, jóvenes, adultos, miré a un puñado de los que participaban en nuestras actividades, a los que conocimos caminando por los barrios, se abrazaban unos a otros como lo habíamos enseñado en nuestras reuniones “somos familia, y la familia celebra unida en tiempos de alegría y llora unida en tiempos de tristeza”.
Me detuve frente a aquel cuadro, miré hacia adentro de la casa y vi un féretro negro, rodeado de flores, la imagen me recordó la sala de mi casa, a mis trece años, la muerte de mi abuela… Rogué, quise creer en tantas cosas como me fuera posible para tener opciones en mi ruego. Giré de nuevo hacia el grupo, se habían reproducido, eran más los jóvenes allí, yo lloraba, de impotencia, por no poder despertar. ¡Maldito sueño que me desesperaba!
Uno a uno se me acercó, llorando, abrazándome, preguntándome por qué… No podía hablar, sentía que me ahogaba… La muerte era real y estaba allí, pintada en el rostro de cada muchacho, de cada chica, apretándome el cuello, dificultándome la respiración. La muerte sonreía en un día soleado. Su olor, estaba allí, rodeando la placita del sector cinco, venciendo una vez más. Tal vez si me dejaba vencer por el ahogo despertaría turbado en mi cama por aquel sueño. Pero nada pasaba, caminé hacia adentro de la casa, mirando a todos los que se estaban allí reunidos, abrazando, intentando decir algo sin conseguirlo. Allí estaba la negra, el tío tite, María, la señora Carmen, Joha, Alberto Miranda, y cientos de personas más que formaban parte de su historia. Llegué frente al féretro, tuve miedo de mirar en su interior, intenté anclar mi mirada en alguno de los jóvenes que habían entrado conmigo y me rodeaban, estaban a mi lado “en momento de tristeza”. Sentí la fuerza que ellos intentaban transmitirme con sus miradas… Y miré en el interior de aquel féretro… “Ya, es hora de despertar…”pensé.
Allí estaba, Francisco Blanco Cardozo, inmóvil, sin aliento…
“¿Qué crees que hay después de la muerte?”… Recordé su pregunta. Su voz era clara en mi memoria, mis lágrimas caían sin remedio, no era un sueño, era momento de aceptarlo… “Supongo que ya lo sabes… Supongo que estabas muy cansado… Claro, descansa… Ya un día me tocará saberlo…”. Sonreí, con tristeza sonreí, respiré profundo. “A mí me toca seguir vivo, pendejo”. No pude detener mi llanto, quise hacerlo pero no pude… Yo seguía vivo.
El veintiuno de marzo del año dos mil diez, recibí una lección.
Francisco me había dicho dos días antes, “brother, estoy cansado, vamos a descansar este fin de semana”. Me pareció extraño, Francisco era una persona activa, no era amante de los descansos, debí suponer que algo extraño pasaba… Llevábamos dos meses trabajando en los barrios alrededor de la Carretera H de la ciudad de Cabimas, organizábamos torneos de futbol y actividades culturales que permitieran una sana distracción a la juventud de esos barrios, los mismos donde él creció. Comenzamos ese trabajo por accidente, los dos estábamos cansado de ver cómo estos barrios se hundían en delincuencia y vicios, nos preguntábamos por qué nadie hacía nada, por qué los padres no tomaban medidas para que sus hijos no vagaran por el mundo de los vicios que matan las ilusiones y a la vida misma. Hablábamos entre nosotros sobre nuestras ideas de la eternidad y de la necesidad de que el ser humano perdurara en el tiempo. Admirábamos juntos la sed de los personajes de Homero, “ellos supieron vivir, consagrando sus vidas al ideal de la eternidad”. Coincidíamos en la idea de que “el hombre puede seguir existiendo en la memoria de la historia, en los recuerdos de los hombres que siguen vivos después de nuestra ausencia”.
A medida que nuestra amistad se estrechaba comprendí que ambos habíamos vivido de una forma parecida, que habíamos recorrido cuantas veredas conocíamos, movidos por una sed natural que no habíamos podido saciar en nuestros recorridos. “¿Qué crees que hay después de la muerte?”, me preguntó una vez, yo sonreí, me gustaban sus preguntas, sabía que a la mayoría no les gusta expresar esas interrogantes y mucho menos tratar de responderlas, pero él vivía como un niño, sin temores de preguntar o descubrir. “Creo que solo podremos saberlo con certeza después de nuestra muerte”, le respondí bromeando, aunque seguro de que era la respuesta más indicada que podía darle. “O tal vez no podremos saberlo ni después de la muerte”, respondió él sonriendo también. Sabía a qué se refería, ya nos habíamos planteado la posibilidad de que la muerte fuera el fin de la conciencia humana, de que no existiera continuidad, ni cielo ni infierno, nada.
El viernes diecinueve por petición suya iniciamos un descanso. Yo me fui a casa de mis padres a cuarenta minutos de la ciudad de Cabimas. Dos días después, el veintiuno de marzo, recibí una llamada: “hermano, Francisco… Es una noticia lamentable… Hermano… Está muerto…Francisco murió”.
Aquello era una maldita broma, un mal chiste. Pero no podían estar jugando con eso. Escribí un mensaje de texto en mi celular que debí enviar a más de ciento cincuenta contactos de los que pertenecían al grupo de jóvenes y adolescentes. “Necesito saber de Francisco, ¿es cierto que murió?”.
Las respuestas llegaron de inmediato, uno a uno me confirmaban lo que no podía ser cierto. Eran las seis de la mañana, aun no podía creerlo. Me duché y mientras lo hacía pensaba que tal vez despertaría en unos minutos riendo de este sueño. Salí del baño, me vestí y aun no despertaba, tomé un vehículo que me llevó hasta la ciudad de Cabimas y no despertaba. No aguantaba mi llanto, Francisco era mi amigo, juntos estábamos desarrollando un sueño de toda la vida, lográbamos entendernos, dudábamos sin miedo y desafiábamos hasta nuestra fe. Él no podía estar muerto, ¡por qué rayos no podía despertar!
Llegué al terminal de Cabimas… “¿Gusmar, dónde estás?”… “¿Por qué no llegas?”… “Aquí estamos todos, te estamos esperando”. “¿Por qué pasó esto? No es justo, Gusmar, por qué…”. “Estamos en los Laureles, ya lo trajeron a casa del tío, Gusmar por qué…”. Llegaban los mensajes a mi celular uno tras otro… ¡Por qué! Yo mismo quería saberlo… Llegué a los laureles, al sector cinco, bajé del auto por puesto, pensé llevar mi maleta a mi habitación, a ver si perdiendo el tiempo podía despertar del sueño, pero no pude, caminé por las veredas que conducían a casa de su tío, ¡las mismas que caminamos juntos dos días atrás! Pensé en todas la veredas que caminamos de esa urbanización, en todas las calles de todos los barrios…
La plaza frente a la casa del tío “tite” estaba repleta de adolescentes, jóvenes, adultos, miré a un puñado de los que participaban en nuestras actividades, a los que conocimos caminando por los barrios, se abrazaban unos a otros como lo habíamos enseñado en nuestras reuniones “somos familia, y la familia celebra unida en tiempos de alegría y llora unida en tiempos de tristeza”.
Me detuve frente a aquel cuadro, miré hacia adentro de la casa y vi un féretro negro, rodeado de flores, la imagen me recordó la sala de mi casa, a mis trece años, la muerte de mi abuela… Rogué, quise creer en tantas cosas como me fuera posible para tener opciones en mi ruego. Giré de nuevo hacia el grupo, se habían reproducido, eran más los jóvenes allí, yo lloraba, de impotencia, por no poder despertar. ¡Maldito sueño que me desesperaba!
Uno a uno se me acercó, llorando, abrazándome, preguntándome por qué… No podía hablar, sentía que me ahogaba… La muerte era real y estaba allí, pintada en el rostro de cada muchacho, de cada chica, apretándome el cuello, dificultándome la respiración. La muerte sonreía en un día soleado. Su olor, estaba allí, rodeando la placita del sector cinco, venciendo una vez más. Tal vez si me dejaba vencer por el ahogo despertaría turbado en mi cama por aquel sueño. Pero nada pasaba, caminé hacia adentro de la casa, mirando a todos los que se estaban allí reunidos, abrazando, intentando decir algo sin conseguirlo. Allí estaba la negra, el tío tite, María, la señora Carmen, Joha, Alberto Miranda, y cientos de personas más que formaban parte de su historia. Llegué frente al féretro, tuve miedo de mirar en su interior, intenté anclar mi mirada en alguno de los jóvenes que habían entrado conmigo y me rodeaban, estaban a mi lado “en momento de tristeza”. Sentí la fuerza que ellos intentaban transmitirme con sus miradas… Y miré en el interior de aquel féretro… “Ya, es hora de despertar…”pensé.
Allí estaba, Francisco Blanco Cardozo, inmóvil, sin aliento…
“¿Qué crees que hay después de la muerte?”… Recordé su pregunta. Su voz era clara en mi memoria, mis lágrimas caían sin remedio, no era un sueño, era momento de aceptarlo… “Supongo que ya lo sabes… Supongo que estabas muy cansado… Claro, descansa… Ya un día me tocará saberlo…”. Sonreí, con tristeza sonreí, respiré profundo. “A mí me toca seguir vivo, pendejo”. No pude detener mi llanto, quise hacerlo pero no pude… Yo seguía vivo.
2 comentarios:
Gusmar
esta chevere tu blog... segui posteando.
ahi te dejo para que lo cheques:
www.tumentepoderosa.blogspot.com
fer
A veces da miedo vivir, precisamente porque se quiere vivir y se vive temiendo que en cualquier instante se deje de existir. ¿Por qué algunas personas parecen despedirse? Son señales que no se entienden al momento, pareciera que ni ellas mismas son conscientes. Lamento mucho tu perdida Gusmar. Cada una de tus palabras es una lágrima de pesar. Tú lo lloraste más.
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