domingo, 25 de abril de 2010

MARÍA ALEJANDRA...

Su madre me dijo: - pasa a la habitación para que la conozcas…-

Pasé y la vi, sentada cómoda, despreocupada y sonriendo.

-Ella es María Alejandra- dijo en tono triste, noté el tono pero no quise apartar mi mirada de aquel rostro lleno de magia, de aquella sonrisa ahogada en misterios…- Es autista- agregó sin fuerzas para pronunciar otra palabra más.

María Alejandra correspondió mi mirada, posó sus ojos sobre mí, contempló mi rostro mostrando curiosidad sin vergüenzas, curiosidad libre de prejuicios y juro que vi que su sonrisa se acentuaba mientras los segundos pasaban y parecía descubrir quién soy. No pude evitar acariciar su cabello, mientras le decía “Hola María Alejandra”.

Su madre me había dicho que ella tenía esperanza de que un milagro ocurriera y su hija fuera sanada. Era una mujer joven, de treinta y un año de edad, durante dos años intentó tener un hijo pero algo parecía andar mal pues no lograba quedar en estado, luego de dos años de intentar dio a luz a su hija y dos años después de haberla tenido su esposo decidió abandonarla.

La conocí por medio de un amigo suyo con el que llegué a tropezar algunas veces, éste alimentaba su esperanza de que en algún momento un milagro pudiera ocurrir, y le recomendaba recetas de “formulas” que él aseguraba facilitaría el cumplimiento del milagro esperado. Para entonces habíamos sostenidos ya algunas conversaciones referente a temas que ella conocía desde un punto de vista ortodoxo, aun así ella seguía considerándome “cristiano” (no quiero detenerme en este momento en este punto), y aferrada a su esperanza me presentó a María Alejandra, sé que ella esperaba que yo cerrara mis ojos y “reclamara” un milagro para su hija. Me detuve a pensar mientras María Alejandra seguía mirándome sonriendo como concentrada en mí realidad, como burlándose de mi existencia tonta y absurda, existencia viciada por “leyes”, por “conocimientos”…

Entre sesenta y noventa segundos pasaron desde el momento en que escuché a su madre decir “Ella es autista” y el momento en el que no pude evitar decirle a la niña de nueve años “María Alejandra, eres muy linda”.

En ese tiempo imaginé cómo muchos habrían pasado por esa habitación con la egoísta intención de arrancarle elogios y admiraciones a aquella desesperada mujer, cómo tal vez le decían que estaba cerca de recibir el milagro esperado, cómo jugaban a ser dioses con la esperanza de ella. Y María Alejandra solo me miraba y sonreía mientras yo paseaba por un mundo de laberintos y lamentos.

Mis pensamientos callaron y sentí emoción al concentrarme de nuevo en su rostro. “Eres linda María Alejandra” le dije y ella se balanceo como si jugara en un columpio. Al salir de la habitación me despedí de su madre, ella me agradeció la visita, aunque no le di una promesa ajena, ni una oración sorprendente me dijo: “gracias, Dios te bendiga por venir aquí”. Antes de dar la espalda no pude evitar mis últimas palabras, que traducían el sentimiento que brotó en mí frente a su hija:

-Ella no es autista- le dije- ella es feliz. Y la felicidad es un milagro.