Es la primera vez que escribo. Si acaso esta carta es leída alguna vez por alguien, pido disculpas por la carencia de una idea central y por la falta de hilos conductuales que permitan una fácil comprensión. A mi edad es fácil distraerse y perder las ideas: una sola pausa para encender un cigarro o darle una fumada es suficiente para distraerme y perder la idea de lo que escribo. Y una sola frase puede esconder tanta melancolía que podría ser suficiente para encender otro cigarro: es más fácil soportar la tos provocada por el rechazo del humo del cigarrillo en mis pulmones que ignorar la ansiedad que me provoca el saberme cerca de mi fin. Y por primera vez siento este temblor extraño que suplica por al menos una hora más para lograr lo que en ochenta y nueve años jamás me interesó.
Lo que la muerte simboliza para quienes se sienten llenos de vida, sin la menor idea de lo que es la vida, ha venido a ser para mi el estímulo para un despertar del que nunca estuve consciente. En medio del temblor, inhalando el caluroso sabor de un cigarrillo, soportando el volcán que intenta estallar desde mis pulmones, pienso que solo cuando uno se siente vulnerable y amenazado por la escasez del tiempo es cuando uno se hace consciente de la necesidad de estar vivo y de trascender y así luego de la desaparición física, que hemos llamado muerte, seguir existiendo como un recuerdo en la memoria, que es un espacio sin tiempo, donde vivir no depende de un cuerpo sino de la capacidad de trascender mientras estuvimos vivos dentro del cuerpo..
Lamento no haber valorado antes el ser o estar vivo, lamento no haberme dado cuenta de la fragilidad de mi tiempo dentro del tiempo, entonces mis ochenta y nueve años no se resumirían en un intento de escribir una carta y mi agonía no sería por no saber si esta carta será leída por alguien o si los rastros de mis nostalgias desde donde intento reconstruir mi existencia serán suficiente para que alguien, al leerme, pueda verme y sentirme y ubicarme primero en su imaginación y luego en su memoria. Me gustaría escribir de mí según como pude haber sido conocido, tener idea de cómo otros hablarían de mí.
Recuerdo que una vez pensé que sería ridículo pensar en la vida después de la muerte, para mí la vida siempre estuvo ligada a un cuerpo. Creo que fue una reacción contra los clásicos de Homero, percibí en algunos de sus personajes esa sed absurda de ser recordado y estar vivo dentro de la historia. Yo siempre fui un solitario, desde mi niñez, huérfano, criado por tíos de turnos, obligado a despertar desde temprana edad con la idea de ser fuerte para sobrevivir y solo en eso me centré. Pensado que para ello era necesario mantenerme al margen de los vínculos, pues solo podrían distraerme de mi objetivo, empañar mi visión de la vida; siempre en constante movimiento, distrayéndome en ocupaciones. No recuerdo ningún amanecer excepto el de hoy, y tal vez no recuerde ya ningún anochecer que no sea este que me arropa. No recuerdo miradas ni sonrisas que no sean las de un niño que vi esta mañana.
Salí a caminar esta mañana luego de largas semanas de encierro. Sentí atracción por el cielo nublado, las nubes, parecían dibujar sobre el cielo figuras que estimulaban mi memoria, caminé por la avenida cinco de julio hasta llegar a la Plaza del Libertador. El mundo parecía más acelerado, pero era yo que me hacía consciente de mi lentitud. Me senté en uno de los bancos de la plaza y se me acercó un niño, su aspecto reflejaba miseria y extendió su mano hacia mí para pedirme algunas monedas “lo que le sobre, señor”, me dijo. Lo miré a los ojos y le dije: “hijo, a mi edad hasta la vida me sobra”. Entonces vi esa mirada: el temor a ser herido, la furia que me llevó a desconocerme, a olvidarme de mí y construir un yo artificial, un escudo. Le pedí que se sentara a mi lado y sentado me dijo que vivía en la zona norte de la ciudad, en un rancho de lata de una sola pieza, con su madre que moría todos los días, sin su padre que los abandonó luego de su nacimiento. Sentí ese nudo en el estomago que te va exprimiendo hasta que el alma retorcida dentro del cuerpo destila lagrimas con vidas propia. Lloré viéndolo marcharse, con mi reloj, mi pañuelo, con el anillo que siempre estuvo en mi dedo meñique, y con todo el dinero que llevaba conmigo y con la promesa de darle más si al amanecer aun me sobraba la vida. Me dejó una sonrisa en mi memoria que le dio otro sabor a las lágrimas. Ahora sé que no hay nada de debilidad en llorar, ahora sé que en cada lágrima el alma se va liberando de las cargas que hacen pesada a la existencia, y son tantas las cargas que llevo, que aquí estoy una vez más, llorando, queriendo liberar mi alma, comprendiendo que no es tarde para hacerlo aunque ignorando si me queda el tiempo suficiente para lograrlo.
Apenas se fue, un joven pasó frente a mí, con un ramo de rosas en sus manos, escondidas en su espalda. Llegó al banco a mi derecha, donde una chica lo esperaba. Extendió sus manos a ella dejándole ver el ramo de rosas y sin palabras se lo entregó, ella lo recibió y se lanzó a sus brazos. Los vi cerrar sus ojos mientras se abrazaban, parecían respirarse el alma el uno al otro. Y me di cuenta de lo débil que he sido mientras creí sobrevivir. Y siento ahora esa sed de compañía, de enfrentar las amenazas que siempre estuve evitando. Antes pensé que el amor era un tonto ideal, hoy me doy cuenta de que el único tonto ideal con respecto al amor es creer que se puede vivir sin él. Aquella pareja pasó frente a mí, la joven se detuvo y con una sonrisa me regaló una de las rosas. La recibí con asombro. De regreso a casa vi a una anciana sentada en el porche de su casa, entonces sentí que siempre la había visto allí, le regalé la rosa, y con sus ojos me dio las gracias.
Llegué a casa con la sonrisa del niño y su mirada en mi memoria, con su madre agonizando y su rancho de lata en mi imaginación, con su miedo y su furia estorbándome; dándome cuenta de que existe la soledad, que estoy solo y que quiero luchar contra eso. Si la muerte me permite otro día más dentro de este cuerpo le llevaré a aquella anciana un ramo de rosas y todos los que nunca le di y necesité dar que no sabía pero ahora siento. Si veo otro amanecer lloraré una vez más, caminaré con los ojos abiertos y en cada anochecer escribiré una carta más.
Lo que la muerte simboliza para quienes se sienten llenos de vida, sin la menor idea de lo que es la vida, ha venido a ser para mi el estímulo para un despertar del que nunca estuve consciente. En medio del temblor, inhalando el caluroso sabor de un cigarrillo, soportando el volcán que intenta estallar desde mis pulmones, pienso que solo cuando uno se siente vulnerable y amenazado por la escasez del tiempo es cuando uno se hace consciente de la necesidad de estar vivo y de trascender y así luego de la desaparición física, que hemos llamado muerte, seguir existiendo como un recuerdo en la memoria, que es un espacio sin tiempo, donde vivir no depende de un cuerpo sino de la capacidad de trascender mientras estuvimos vivos dentro del cuerpo..
Lamento no haber valorado antes el ser o estar vivo, lamento no haberme dado cuenta de la fragilidad de mi tiempo dentro del tiempo, entonces mis ochenta y nueve años no se resumirían en un intento de escribir una carta y mi agonía no sería por no saber si esta carta será leída por alguien o si los rastros de mis nostalgias desde donde intento reconstruir mi existencia serán suficiente para que alguien, al leerme, pueda verme y sentirme y ubicarme primero en su imaginación y luego en su memoria. Me gustaría escribir de mí según como pude haber sido conocido, tener idea de cómo otros hablarían de mí.
Recuerdo que una vez pensé que sería ridículo pensar en la vida después de la muerte, para mí la vida siempre estuvo ligada a un cuerpo. Creo que fue una reacción contra los clásicos de Homero, percibí en algunos de sus personajes esa sed absurda de ser recordado y estar vivo dentro de la historia. Yo siempre fui un solitario, desde mi niñez, huérfano, criado por tíos de turnos, obligado a despertar desde temprana edad con la idea de ser fuerte para sobrevivir y solo en eso me centré. Pensado que para ello era necesario mantenerme al margen de los vínculos, pues solo podrían distraerme de mi objetivo, empañar mi visión de la vida; siempre en constante movimiento, distrayéndome en ocupaciones. No recuerdo ningún amanecer excepto el de hoy, y tal vez no recuerde ya ningún anochecer que no sea este que me arropa. No recuerdo miradas ni sonrisas que no sean las de un niño que vi esta mañana.
Salí a caminar esta mañana luego de largas semanas de encierro. Sentí atracción por el cielo nublado, las nubes, parecían dibujar sobre el cielo figuras que estimulaban mi memoria, caminé por la avenida cinco de julio hasta llegar a la Plaza del Libertador. El mundo parecía más acelerado, pero era yo que me hacía consciente de mi lentitud. Me senté en uno de los bancos de la plaza y se me acercó un niño, su aspecto reflejaba miseria y extendió su mano hacia mí para pedirme algunas monedas “lo que le sobre, señor”, me dijo. Lo miré a los ojos y le dije: “hijo, a mi edad hasta la vida me sobra”. Entonces vi esa mirada: el temor a ser herido, la furia que me llevó a desconocerme, a olvidarme de mí y construir un yo artificial, un escudo. Le pedí que se sentara a mi lado y sentado me dijo que vivía en la zona norte de la ciudad, en un rancho de lata de una sola pieza, con su madre que moría todos los días, sin su padre que los abandonó luego de su nacimiento. Sentí ese nudo en el estomago que te va exprimiendo hasta que el alma retorcida dentro del cuerpo destila lagrimas con vidas propia. Lloré viéndolo marcharse, con mi reloj, mi pañuelo, con el anillo que siempre estuvo en mi dedo meñique, y con todo el dinero que llevaba conmigo y con la promesa de darle más si al amanecer aun me sobraba la vida. Me dejó una sonrisa en mi memoria que le dio otro sabor a las lágrimas. Ahora sé que no hay nada de debilidad en llorar, ahora sé que en cada lágrima el alma se va liberando de las cargas que hacen pesada a la existencia, y son tantas las cargas que llevo, que aquí estoy una vez más, llorando, queriendo liberar mi alma, comprendiendo que no es tarde para hacerlo aunque ignorando si me queda el tiempo suficiente para lograrlo.
Apenas se fue, un joven pasó frente a mí, con un ramo de rosas en sus manos, escondidas en su espalda. Llegó al banco a mi derecha, donde una chica lo esperaba. Extendió sus manos a ella dejándole ver el ramo de rosas y sin palabras se lo entregó, ella lo recibió y se lanzó a sus brazos. Los vi cerrar sus ojos mientras se abrazaban, parecían respirarse el alma el uno al otro. Y me di cuenta de lo débil que he sido mientras creí sobrevivir. Y siento ahora esa sed de compañía, de enfrentar las amenazas que siempre estuve evitando. Antes pensé que el amor era un tonto ideal, hoy me doy cuenta de que el único tonto ideal con respecto al amor es creer que se puede vivir sin él. Aquella pareja pasó frente a mí, la joven se detuvo y con una sonrisa me regaló una de las rosas. La recibí con asombro. De regreso a casa vi a una anciana sentada en el porche de su casa, entonces sentí que siempre la había visto allí, le regalé la rosa, y con sus ojos me dio las gracias.
Llegué a casa con la sonrisa del niño y su mirada en mi memoria, con su madre agonizando y su rancho de lata en mi imaginación, con su miedo y su furia estorbándome; dándome cuenta de que existe la soledad, que estoy solo y que quiero luchar contra eso. Si la muerte me permite otro día más dentro de este cuerpo le llevaré a aquella anciana un ramo de rosas y todos los que nunca le di y necesité dar que no sabía pero ahora siento. Si veo otro amanecer lloraré una vez más, caminaré con los ojos abiertos y en cada anochecer escribiré una carta más.
2 comentarios:
Ufff, precioso, me encantó el final, un beso,
Laura
Que bueno, si el final puede que no lo sea.
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