Dedicado a un gran amigo…Con quien aprender es mucho más facil…
El cielo amaneció vestido de blanco, puro, despejado: como tal vez fue el día que el primer hombre abrió sus ojos para sentirse creado. El sol, inclemente en aquellas tierras, amaneció bondadoso, aunque vivo. Tan pronto abrió la ventana de su habitación para dar la cara al sur sintió la brisa acariciándole el rostro, la correspondió con una sonrisa. Sintió como una magia y lo atribuyó a la brisa, de inmediato pensó que tal vez así fue la primera impresión de aquel Adán ante la consciencia de estar vivo.
“Así soñé que sería”… Había murmurado aquella mañana, sospechando su llegada al destino y solo el cielo, el sol y la brisa fueron testigos de sus palabras.
Su espíritu: sereno, tranquilo e inquebrantable.
El tiempo le enseñó que hay treguas inevitables y saludables y por medio de ellas hay que practicar la inminente necesidad de sacar lo mejor de cada golpe, que todo es cuestión de percepción, y en cada tregua se modifica la percepción de todo, así terminó creyendo que cada golpe era más bien una caricia que le hacía despertar ante lo complejo del ser y lo distante de su ser frente a la existencia, que cada golpe traía consigo fragmentos de un destino ni lejos ni cerca, al cual se podía llegar sereno, tranquilo e inquebrantable, tal vez porque se llega a un punto en el que todo ha sido quebrantado. De cualquier forma concluyó en que su teoría de las treguas era su percepción y destello de su existencia. Así lo escribía en una de sus cartas, de las que jamás nadie leyó.
Dejó la ventana abierta y caminó hasta el rincón donde estaba colgado su espejo y miró su rostro al mismo tiempo que un suspiró escapó de su alma, un suspiro que bien pudo haber sido el aviso de una sentencia. Sintió cómo por segundos sus pulmones rechazaban su respiración. Había aprendido a interpretar sus dolencias y el lenguaje de cada órgano en su cuerpo.
“Tranquilo muchachos, absorbamos un poco del alma de este día”. Le dijo a sus pulmones, luego le dio la espalda al espejo y caminó hacia fuera, sin apuros. A los 70 comprendió que la vida impone un ritmo natural de acuerdo al “tiempo y espacio”: así definía lo que otros decían sin tantos rollos como “la ocasión”. Para entonces había escrito que “es absurdo y una locura resistirse a lo natural, solo resulta de ello la frustración, un equipaje que suele estorbar en la caminata hacia el destino”. Así dedujo que mientras el tiempo transcurría con lentitud la naturaleza lo había dotado con destrezas que le permitían tomar una aparente ventaja contra el tiempo, pues así lo ameritaba las condiciones en las que desarrollaba su existencia y descubría su ser en la existencia y en el espacio, y pronto la misma naturaleza se encargó de despojarlo a cuentas de gotas de sus destrezas a fin de perfeccionar el equilibrio de su espacio con relación al tiempo a medida que se encontraba a sí mismo. En esos días de aprendizajes se volvió más reflexivo, teniendo tiempo por su andar pausado para observar los mejores y peores momentos, de su existencia, vivos aun en su memoria y así comprender el por qué cada uno de ellos se negaba a morir, pensando que a medida que se descubría ahora no solo modificaba su percepción sino también su pasado y soltaba los equipajes que al igual que la frustración hacía incomodo el viaje a su destino.
Había pasado 27 años y creyó haber descifrado ya cada recuerdo en el laberinto de su memoria. Salió de la habitación y caminó por los pasillos de aquel pedazo que le quedaba aun del mundo, saludó a los ancianos sentados frente a sus habitaciones, a aquellos que se asomaban por la ventana, a los que tropezaban con él por el pasillo, se detuvo frente al jardín y siguió su recorrido. Caminaba ajeno al presente, temblaba mientras por su mente desfilaban los recuerdos que había creído olvidados, los descifrados, los que pensó que serían pedazos de otra memoria pues no lograba ubicarlo en su pasado. Volvió a su habitación, cansado, como si hubiera vivido de nuevo en un solo día. Había dicho toda su vida que la vida no era corta. Y así lo creyó siempre, incluso ese día.
Alguien lo encontró dormido, profundamente dormido, con una sonrisa serena, tranquila e inquebrantable, como la de un niño que entra a su hogar luego de un día de clases, como la de un peregrino que casi vencido por el cansancio logra llegar a su destino. Sus manos cruzadas parecían aprisionar un tesoro contra su pecho: era una nota, escrita con notable esfuerzo, por una mano izquierda y temblorosa “la vida no es corta, pero pasa con rapidez…”
El cielo amaneció vestido de blanco, puro, despejado: como tal vez fue el día que el primer hombre abrió sus ojos para sentirse creado. El sol, inclemente en aquellas tierras, amaneció bondadoso, aunque vivo. Tan pronto abrió la ventana de su habitación para dar la cara al sur sintió la brisa acariciándole el rostro, la correspondió con una sonrisa. Sintió como una magia y lo atribuyó a la brisa, de inmediato pensó que tal vez así fue la primera impresión de aquel Adán ante la consciencia de estar vivo.
“Así soñé que sería”… Había murmurado aquella mañana, sospechando su llegada al destino y solo el cielo, el sol y la brisa fueron testigos de sus palabras.
Su espíritu: sereno, tranquilo e inquebrantable.
El tiempo le enseñó que hay treguas inevitables y saludables y por medio de ellas hay que practicar la inminente necesidad de sacar lo mejor de cada golpe, que todo es cuestión de percepción, y en cada tregua se modifica la percepción de todo, así terminó creyendo que cada golpe era más bien una caricia que le hacía despertar ante lo complejo del ser y lo distante de su ser frente a la existencia, que cada golpe traía consigo fragmentos de un destino ni lejos ni cerca, al cual se podía llegar sereno, tranquilo e inquebrantable, tal vez porque se llega a un punto en el que todo ha sido quebrantado. De cualquier forma concluyó en que su teoría de las treguas era su percepción y destello de su existencia. Así lo escribía en una de sus cartas, de las que jamás nadie leyó.
Dejó la ventana abierta y caminó hasta el rincón donde estaba colgado su espejo y miró su rostro al mismo tiempo que un suspiró escapó de su alma, un suspiro que bien pudo haber sido el aviso de una sentencia. Sintió cómo por segundos sus pulmones rechazaban su respiración. Había aprendido a interpretar sus dolencias y el lenguaje de cada órgano en su cuerpo.
“Tranquilo muchachos, absorbamos un poco del alma de este día”. Le dijo a sus pulmones, luego le dio la espalda al espejo y caminó hacia fuera, sin apuros. A los 70 comprendió que la vida impone un ritmo natural de acuerdo al “tiempo y espacio”: así definía lo que otros decían sin tantos rollos como “la ocasión”. Para entonces había escrito que “es absurdo y una locura resistirse a lo natural, solo resulta de ello la frustración, un equipaje que suele estorbar en la caminata hacia el destino”. Así dedujo que mientras el tiempo transcurría con lentitud la naturaleza lo había dotado con destrezas que le permitían tomar una aparente ventaja contra el tiempo, pues así lo ameritaba las condiciones en las que desarrollaba su existencia y descubría su ser en la existencia y en el espacio, y pronto la misma naturaleza se encargó de despojarlo a cuentas de gotas de sus destrezas a fin de perfeccionar el equilibrio de su espacio con relación al tiempo a medida que se encontraba a sí mismo. En esos días de aprendizajes se volvió más reflexivo, teniendo tiempo por su andar pausado para observar los mejores y peores momentos, de su existencia, vivos aun en su memoria y así comprender el por qué cada uno de ellos se negaba a morir, pensando que a medida que se descubría ahora no solo modificaba su percepción sino también su pasado y soltaba los equipajes que al igual que la frustración hacía incomodo el viaje a su destino.
Había pasado 27 años y creyó haber descifrado ya cada recuerdo en el laberinto de su memoria. Salió de la habitación y caminó por los pasillos de aquel pedazo que le quedaba aun del mundo, saludó a los ancianos sentados frente a sus habitaciones, a aquellos que se asomaban por la ventana, a los que tropezaban con él por el pasillo, se detuvo frente al jardín y siguió su recorrido. Caminaba ajeno al presente, temblaba mientras por su mente desfilaban los recuerdos que había creído olvidados, los descifrados, los que pensó que serían pedazos de otra memoria pues no lograba ubicarlo en su pasado. Volvió a su habitación, cansado, como si hubiera vivido de nuevo en un solo día. Había dicho toda su vida que la vida no era corta. Y así lo creyó siempre, incluso ese día.
Alguien lo encontró dormido, profundamente dormido, con una sonrisa serena, tranquila e inquebrantable, como la de un niño que entra a su hogar luego de un día de clases, como la de un peregrino que casi vencido por el cansancio logra llegar a su destino. Sus manos cruzadas parecían aprisionar un tesoro contra su pecho: era una nota, escrita con notable esfuerzo, por una mano izquierda y temblorosa “la vida no es corta, pero pasa con rapidez…”
8 comentarios:
Precioso cuento Gusmar, repleto de sabiduría. Cierto es que la vida no es corta, pero a veces yo personalmente tengo la sensación de que el tiempo se me escapa de las manos, se me escurre como el agua. Lo importante creo que es aquello que decía Ortega y Gasset: Hay quien simplemente asiste a la vida y hay quien participa de ella; yo me afano en ser partícipe de mi propia existencia y por ende de la de los demás, pero ese camino no deja de ser doloroso muchas veces. Pero aún así, aprendo de los reveses de la vida, voy madurando y me voy transformando, y quizá por ello (sin ser masoca), hasta merezca la pena recibir esos golpes.
Gusmar debemos aprender a vivir ya, sería una lástima aprender todo eso de la vida cuando tengamos setenta años ¿no crees?
Abrazos!!!
Muy buen relato, felicitaciones
Un saludo desde muy lejos
Así es,no es corta mientras dura el problema es que cuando nos queremos dar cuenta ya pasó.
Precioso,realmente precioso y bien escrito.
Un beso
Hola Ruth, pues has dado "en el clavo". Es doloroso aprenderlo cuando lo percibimos tardes...Según Marcel existimos en la medida en que estemos conscientes de la existencia de quienes nos rodean y permanecemos según sea nuestra influencia sobre ellos durante la interacción.Un abrazo Ruth.
Gracias Gamar, un abrazo.
Saludos Ondina.
Claro que no es corta, a veces un instante, si sabes disfrutarlo, puede hacerse eterno, me encantó el relato Gusmar, de principio a fin, un beso,
Laura
Saludos Laura, un placer saberte en casa.
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