Habían pasado dos días. Papá llamaba por las tardes para informarnos del estado de abuela. Ella estaba hospitalizada en la ciudad de Maracaibo a dos horas del pueblo en donde nosotros vivíamos. Yo quise irme con él pero no me lo permitió. Ya iban tres días desde aquel infarto que amenazó con quitarle la vida. Un grupo grande de pastores oraban por el estado de abuela. Y un buen número de congregaciones se unían para orar por su sanidad total.
Muchos de los hombres que admiré en mi adolescencia llamaban a papá para darle confianza y asegurarle que Dios, por su misericordia, por su amor, por sus promesas, sanaría a mi abuela, que ella saldría sana y salva de aquella habitación de hospital.
Papá me contó que aquel domingo decidió visitar temprano a una familia que él había pastoreado. Vivían cerca del hospital, así que se desvió para allá. Compartió con ellos, y se sentía tranquilo y confiado porque Dios estaba obrando en la salud de su madre. Ella había mostrado signos de mejora y los medico le aseguraron que en unos días ella podría volver a casa.
Se despidió de aquella familia para ir a visitar a abuela. En el camino compró un helado que fue saboreando hasta llegar al hospital.
Y ese domingo papá nos llamó. Mamá atendió la llamada y al colgar nos llamó a los tres. Mamá lloraba, sus lágrimas fueron suficientes, lo dijeron todo.
Papá entró al hospital y al llegar al piso donde estaba la habitación de abuela encontró a unos de mis tíos llorando.
-Gustavo… ¡mamá murió!
Y en casa mamá no había terminado de decirnos cuando una ira se apoderó de mí… ¡Era abuela Paula quien había muerto! No había sido la abuela de mi vecino, no fue la de mi compañera de clases. ¡Fue mi abuela quien murió!
Yo tenía doce años, transitaba por la adolescencia, cuando las emociones tienden a ser más intensas y las reacciones incontrolable. Recuerdo que toma una silla y la estrellé contra la pared. Corrí a mi cuarto y lloré, de rabia y dolor. Mamá intentó consolarme, pero no existía forma alguna de que mi dolor mermara.
Que yo recuerde ese fue el origen de mi segundo conflicto teológico. ¿Qué pasó Dios?... ¿Dónde está tu bondad?... ¿No fue suficiente con las oraciones que realicé? ¿No me escuchaste a mí ni a los cientos de creyentes en todo el estado Zulia que elevaron sus plegarias por la sanidad de mi abuela?... ¿Qué pasó con la convicción de tantos pastores que les llevaba a pensar que la sanidad de abuela era la respuesta lógica a nuestras oraciones?... Si esa no fue la respuesta, ¿entonces tal convicción era equivocada?
Trece años después conocí a una pareja de argentina. Tuve el honor de compartir con ellos por quince días. Y fui impactado al escucharles relatarme una trágica historia.
Esta pareja se conoció en Buenos Aires. El provenía de una provincia insignificante del país. De origen humilde. Su padre era pastor de una pequeña congregación. Él fue criado bajo principios bíblicos. Y en su juventud decidió partir hacia la capital para forjarse un buen futuro. Allá la conoció a ella. Él llegó sin nada a la capital. Durmiendo en un local comercial de un amigo de su padre. Poco a poco Dios le prosperó. Y ambos tomaron la decisión de casarse.
Es la pareja ideal. Ella tiene un hermoso ministerio en la alabanza y él es un excelente productor musical. Gracias a la bendición de Dios él logró adquirir los equipos necesarios para establecer un estudio de grabación y una productora musical integral. Así que decidieron iniciar un proyecto que arrancó con buen pie.
Él logró integral una banda musical de rock alternativo con el propósito de llevar un mensaje de paz y esperanza a través de la música. Ella era la vocalista y él produjo lo que sería el primer disco de la banda. Dios le permitió participar en importantes eventos del país y compartir escenario junto a bandas de trayectoria en el mismo género. Ella quedó en estado cuando el proyecto iba en ascenso. ¡Qué más podían pedir!
La noticia del embarazo llenó aun más de esperanza a la pareja. Contaban los meses del nacimiento del primogénito. Aquel día el medico les diría el sexo de la criatura. Así que ambos, ansiosos, asistieron a la consulta. El médico les advirtió que era una niña, ¡Qué bendición! Una niña que llenaría de dulzura el hogar. Pero eso no fue todo. El médico les dijo que la niña venía con malformaciones y complicaciones que harían difícil su existencia. Y entonces él les recomendó el aborto como una solución al sufrimiento que podía representar tener a la niña bajo esas condiciones.
Los dos coincidieron en que el aborto no podría ser la solución. En que contaban con un Dios poderoso que corregiría cualquier deformación y daría una hermosa vida a su hija y les permitiría disfrutar a los tres de un hermoso hogar.
Dieron la noticia a la congregación. La primera iglesia bautista de Buenos Aires. Cuya membrecía superaba los mil creyentes. La iglesia se unió en clamor durante los meses del embarazo. Los cultos de oración clamaban unánimes por la niña. Los líderes llegaron a la conclusión de que Dios daría una vida normal a la niña y ellos lo creyeron y lo tomaron como una promesa de Dios.
Y el día del parto llegó. La sala de espera estaba repleta de creyentes de su congregación. Hasta el último momento orando por la niña. Esperaban ver el milagro ese día. Él estaba nervioso. Ella aún más. El trabajo de parto comenzó y en un par de horas el médico le decía a él que la niña había nacido. Y él le decía a la multitud congregada en el hospital. Ella estaba inconsciente cuando el médico sacó a la niña del vientre y cuando la sacó de la sala de parto. Él pudo verla un momento respirar. Tan linda y delicada. No había malformación. Aunque si hubo complicación en el parto, ¡pero ya ella había nacido! Media hora después la pequeña había muerto. Ella no pudo observarla viva, pues los treinta minutos que la niña vivió ella estuvo inconsciente y al despertar recibió aquella noticia. Lo que siguió fue una lista enorme de preguntas sin contestar. Y luego un silencio. Un silencio amargo que ahoga. No hubo explicación. Y ya eso qué importaba.
Él puso un candado enorme al cuarto de grabación y se entregó a la rutina laboral. Ella decidió no escribir canciones y distraerse con sus alumnos de la escuela para niños especiales. El matrimonio sufrió una ruptura emocional. Eran fríos. Y por supuesto pensar en un nuevo comienzo, en otro intento, era algo cruel y agobiante. Los sueños se acabaron.
Miles de preguntas no fueron contestadas nunca. Y al pasar algún tiempo ya no importaba.
Los días pasan. Y nada cambia. Apenas puede observar los rayos de luz que entran por las rendijas que se abren cuando una mano introduce la comida del día acompañada por una burla por su condición.
Escucha los golpes en las paredes y lo sabe. Son sus seguidores. Ellos están del otro lado esperando el momento. El líder no podrá estar encerrado todo el tiempo. En algún momento saldrá de allí y continuará la labor que a iniciado. Y él espera que así sea. Indudablemente que recuerda sus más gloriosas experiencias, cuando el desaliento ataca intentamos alejarlo refugiándonos en los buenos momentos del pasado. Pero en algún punto de nuestra tragedia estos momentos van convirtiéndose en aliados de la tragedia. Y recordarlos causa un sabor amargo.
Comenzamos a dudar de todo cuanto nos rodea. Hasta que finalmente ante el silencio soberano nos preguntamos si realmente Él es Dios.
Y a pesar de su encuentro cercano con el mismo Dios, a pesar de las señales recibidas por Él, la desesperación logra nublar su espíritu. Ya está cansado del silencio.
Y Jesús, el Hijo de Dios, el mismo a quien él proclamó como el cordero que Dios envió para redimir el pecado del mundo, ese mismo Jesús paseaba cerca de donde se encontraba él encarcelado.
Esta vez le da un encargo a sus seguidores, ellos salen en busca de Jesús y cuando están frente a él Jesús los reconoce. Eran los seguidores de su amigo, de su primo, de quien preparó el camino que ahora él transitaba. Jesús hizo una pausa en sus asuntos para recibirlos. Eran los seguidores de su amigo. Y ellos traían un mensaje de su parte. Su amigo merecía su atención. Y entonces ellos le dicen:
-Nuestro líder nos envía a preguntarte si tú eres el que esperábamos o aún debemos seguir esperándolo.
Vaya que sorprende que Juan el Bautista formule esta pregunta.
Así es, Ud. no es el único en dudar de la existencia de Dios o de que realmente Él sea Dios.
¿Será acaso que me equivoqué? ¿Entregué mi fe a quien no era? ¿Me habré equivocado al argumentar que a quien sirvo es Dios? ¿Estará realmente en todas partes? ¿Son sus atributos reales? ¿En realidad es bueno? ¿O será todo parte de una loca religión que no es más que una mentira? ¿Sería que fueron mis emociones las que me hicieron llorar aquella noche que creí que su mano acariciaba mi alma? ¿Fue un milagro realmente lo que ocurrió hace seis años atrás con esa enfermedad de la cual fui sano? ¿Si Él es Dios por qué no sigue actuando? ¿Su poder se ha agotado?
Y más preguntas que nacen de la incredulidad, de la desconfianza. Así es, dudamos de Dios y desconfiamos de Él. No puede ser Él el Cristo y yo sigo aquí encarcelado. ¿Esa es la paga por mi servicio?
Estoy seguro que aquella pregunta entristeció a Jesús. Pero solo había una respuesta. Aunque le hubiese gustado entrar a la celda de su amigo, y quitar las cadenas de sus manos, y sacarlo de ese lugar para compartir una cena en la que le explicaría el por qué de esos día, no era lo que debía hacer. Y no piense que fue por interés propio, no crea que era pereza de caminar un poco más hasta aquel lugar. O que aquello representara un esfuerzo para mostrar su poder. ¿Cómo podemos estar seguros de eso? Porque nuestro buen Señor no es de lo que actúa para su beneficio, o dígame Ud. por favor ¿qué beneficio había en permanecer horas de agonía clavado en una cruz cuando con su poder pudo haber bajado de ella? Él simplemente hace lo que debe hacer, aun cuando tenga que soportar un poco mas de agonía.
Y seguro que los días en que Juan estaría encarcelado Jesús sufría de preocupación por él.
Seguro que Jesús fue tentado por su bondad, por su amor, a librar de inmediato a Juan de aquella cárcel así como años mas tarde lo hiciera con Pedro. Para entonces solo tuvo que dar la orden a un ángel quien llevó a cabo la operación. Pero no ahora, aunque cualquier ángel en el cielo cumpliría su orden, esta vez no era la respuesta.
Jesús obró unos cuantos milagros de los cuales los seguidores de Juan fueron testigos y les dijo:
-Vayan a digan a Juan lo que han visto.
En otras palabras “sigo siendo poderoso como para sanar al paralítico” “sigo anunciando esperanza a los pobres”. “Sigo siendo Dios”. “Todo lo que has creído de mí sigue siendo cierto”.
Y esta creencia o convicción es una salida a nuestras emociones negativas que nublan nuestra visión del futuro. Cuando dejamos de creer en Dios y dudamos de su poder abrimos en el alma un espacio para el desconsuelo. Un vacio para la desesperanza que ira maximizándose hasta cubrir nuestra alma.
Por esta razón quiero que entiendas que el hecho de que tu oración no fue respondida, de que tu pérdida fue inevitable no quiere decir que Dios te ha fallado, no quiere decir que su bondad es limitada. ¿Por qué juzgar a Dios por una pérdida? Piensa en todo lo que te ha dado, ¿Acaso eso no importa? ¿Qué dices del sacrificio de su hijo en la cruz? Dios mismo sufrió una pérdida, Dios mismo tuvo que ver a su hijo colgado en una cruz, agonizando, preguntándole por qué le había abandonado. Tentado a intervenir y con su poder arrebatarle a la agonía su hijo. Pero no lo hizo. De la misma forma es necesario permitirle no obrar en ocasiones, aceptar su silencio. Y no porque Él lo necesite sino porque lo necesitamos nosotros.
No cuestionemos el amor de Dios hacia nosotros por una obra no realizada. A la luz de la eternidad Sus obras y Su amor es incuestionable, Su poder ilimitado, Su Soberanía se produce en su Sabiduría que sobrepasa nuestro entendimiento. Algunas veces habla, otras calla, otras veces obra y otras no. Dios no evito la muerte de mi abuela, ni la de la pequeña niña de aquellos argentinos, tampoco liberó a Juan de la celda y mucho menos evito que su cabeza fuera cortada. Sin embargo, al escuchar de la muerte de Juan, nuestro buen Jesús quiso apartarse para poder meditar en ello, para lamentar la pérdida no de un profeta, sino de su primo. Él quería estar solo, así que decidió ir a un lugar desierto y apartado (Mt 14:13). Pero la multitud pronto llegó hasta él. Y ese día, un día en el que a él le hubiese gustado estar solo y llorar, recordar los momentos de su niñez en los que compartió con su primo, incluso aquel día cuando fue bautizado por él, ese día obró un milagro hermoso y sorprendente, pues alimentó a cinco mil personas con cinco panes y dos peces.
Hace 7 días estuve en una congregación visitando. El pastor invitó a un hombre a pasar al frente y testificar. Yo esperaba que fuera un testimonio de un dolor de cabeza sanado, ya sabes eso que uno acostumbra a escuchar. Pero me sorprendió la historia. Aquel hombre y su esposa llevaban 2 meses de agonía por su hijo menor, quien padecía de leucemia. Los médicos lo desahuciaron, la única esperanza era un cambio de médula que no podía hacerse en el país y que además costaba mucho dinero. Esta era una familia pobre, sin recursos. No había forma de que pudieran hacerle la operación al niño. El hombre lloraba mientras relataba su tragedia, yo veía a los lados a algunos creyentes llorar, evidentemente ellos conocían la historia, yo no. Era obvio que el niño había muerto, quizá el milagro fue que esta pareja logró hallarle un sentido a la tragedia. Eso pensé. ¡Pero no fue así! Resulta que el niño fue sanado. Un día mostró signos de recuperación. Sin explicación. ¡Dios obró! Realizó un milagro. Aquel hombre lloraba agradecido a Dios. La iglesia completa lloraba. Desde que se conoció el diagnostico del niño la congregación se organizó para orar todos los días en el templo por aquel niño, un grupo de creyentes se turnaban por días. Y Dios contestó aquellas súplicas. Recordé a mi abuela, recordé cuantas veces pedí a Dios por su sanidad y la cantidad de creyentes que oraban por lo mismo. Pero esta vez no sentí dolor, tampoco intenté reprocharle a Dios, ni mucho menos le pregunté por qué a estos sí y a nosotros no. Solo incliné mi rostro, y le dije: “Gracias Dios, porque tu sigues siendo Dios”.
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