miércoles, 27 de febrero de 2008

TU DESTINO ES TU DESTINO

En su juventud Anderson fue un reconocido líder en las iglesias de su estado. Hijo de pastores cristianos, sus padres se preocuparon por instruirlo bajo los principios cristianos y por motivarle a vivir una vida integra. Hoy tiene 45 años de edad, sus padres han muerto, tiene dos hijos, y una ex esposa. Hoy recordar los logros de su juventud no produce gozo, más bien frustración. Se siente avergonzado. Siente que le ha fallado a Dios, a sus padres y a sus hijos. Hoy solo se pregunta por qué se permitió caer de esa forma. Mira al espejo y no ve un instrumento de Dios, lo único que ve es a un hombre adúltero y fracasado.

Había sido un excelente orador. Su talento para expresar ideas era envidiable. Podías escucharlo predicar cuatro horas y querrías escucharlo cuatro horas más. Su nombre era reconocido, su agenda siempre ocupada. Y muchos jóvenes anhelaban tener un poco de su talento.

Pero un día codicio. Y con su talento fue fácil conquistar a aquella joven. Su matrimonio se destruyó. Su ministerio también. Las circunstancias cambiaron. Y una cadena de desgracias se inició. Pérdida de empleo. Distanciamiento de los amigos. Divorcio. Alejamiento de los hijos… Y una mañana lo supo… O creyó saberlo… Estaba acabado.

Diez años han pasado desde entonces. Hoy a sus 45 años de edad, tiene un empleo que le permite cubrir sus necesidades básicas y enviar un cheque para la alimentación de sus hijos. No ha vuelto a entrar a una iglesia, aunque alguna vez estuvo frente a una, pero no tuvo el valor de entrar. Hoy su nombre suena de vez en cuando en algunas reuniones de líderes.

-“No confíen en Uds. mismos, el líder más reconocido puede caer sino se cuida, recuerden el caso de Anderson”.

Y él lo sabe. Él lo ha escuchado.

Anderson ha incorporado a su sistema de creencias falsas ideas “ya perdí el favor de Dios”… “desperdicié la oportunidad”…“he sido desechado a causa de mi pecado”…

Y así pasa los días sin esperar nada de la vida, conforme, pues tiene el pago de su pecado… Eso piensa.

La historia de Anderson es común en nuestros días. Hoy miles y miles de hombres y mujeres están alejados no solo de las congregaciones, sino de Dios. Hombres y mujeres que alguna vez fueron líderes al servicio de Dios, que fueron ejemplos. Pero que a causa de alguna debilidad cedieron al pecado. Y desde entonces han creído que perdieron su destino. Que no son dignos del llamado. Que no merecen otra oportunidad.

Tal vez es tu condición. Quizá no fue adulterio, tal vez solo fue una mala inversión, convenciste a tus líderes de que debían invertir en ese proyecto pero no resultó. La pérdida fue millonaria y tú eras el responsable. O tal vez cediste al alcohol, un viejo hábito que creíste haber vencido, pero caíste de nuevo.

La causa no importa, lo alarmante es la condición en la que te encuentras. El peligro está en lo que ahora crees. Es un error. Tu enemigo no eres tú, tu enemigo no es tu caída. Sino esa voz que no te permite levantar la cabeza y pronunciar una súplica a Dios. Y esta es una guerra que alguien libró hace miles de años, y su victoria puede alientarte, puede hacerte entender que aun tienes esperanza.

Acompáñame a regresar en el tiempo y seamos testigos de una gran victoria.

Tenía tal vez nueve años o doce cuando su padre se atrevió a hablar con él y prepararlo para su futuro, su destino.

-Hijo, un día serás el jefe de nuestro pueblo y nos conducirás a una gran victoria.

Solía repetírselo tantas veces pudiera. Él se preocupó por saber cómo debía criarlo desde el momento en que supo que su mujer estaba en cinta. Hizo el mejor esfuerzo. Le recordaba a diario que sus decisiones serían cruciales para su destino. Pero el adolescente creció, Y ya es un hombre. Es un hombre alejado de su destino. Encerrado en una habitación, lejos de ser jefe, es el bufón de sus enemigos. Ellos le han capturado, no, no lo han capturado. Él ha cometido un error que lo llevó directo a esa habitación. Ahora está sin ojos. Su padre ha muerto y su madre también. Apoya su rostro en sus manos, las siente débiles, nunca había conocido esa sensación, y da miedo sentirse débil. Ud. quizá no pueda escucharlo pero murmura.

-¿“Cómo es que estoy aquí?

Y entonces recuerda, y los recuerdos no son necesarios, y mucho menos deseados, pero es inevitable. Ellos se presentan para golpearlo.

-Te he fallado padre.- Piensa mientras recuerda las palabras de su padre.

Sus enemigos están preparando un festín. Es que capturar a un enemigo como este no es algo común. El hombre ciego, encerrado en aquella habitación, había causado la muerte de muchos de los de su pueblo. Y ellos habían usado un montón de estrategias para capturarlo. Y al fin lo lograron.

Él lo sabe, se acerca su muerte. En horas sería decapitado, o ahorcado. Lo mismo daba, estaría muerto. Así que no hay forma de cumplir su destino. Pero es extraño, pues un ángel apareció a su madre dos veces para anunciar su nacimiento y declarar sus logros, y anunciar su destino. ¿Cómo es que no lo cumpliría?, ¿Acaso no sabía Dios que las cosas sucederían así? Entonces, ¿Por qué molestarse en enviar a un ángel, cuando sabía que lo anunciado no se cumpliría?

Ni lo piense. No caiga en ese error. Dios no se equivoca. Nada le toma por sorpresa. Tus actos no sorprenden su plan perfecto y le obligan a elaborar un plan B. Nada de eso.

Observe bien al hombre en la oscura habitación. Mírelo débil, cansado, frustrado, sin ánimo de levantar su cabeza siquiera. En su celda Ud. puede observarlo en silencio. Quizá piensa en como ha desperdiciado su vida, sus valores, sus talentos. Piensa que si pudiera, cambiaría las circunstancias y cumpliría, con lo que sabe, debe hacer. Pero ya es tarde, ya se ha equivocado, ya ha perdido todo. Ni siquiera el Espíritu de Dios está en él.

Las burlas se dejan escuchar, un hombre con un destino es ahora un bufón de pueblo. Aquel que una vez fue fuerte, ahora le cuesta mucho esfuerzo girar el molino. Aquel que una vez encontró dulzura en el vientre de un león, ahora le es difícil quitar el sabor amargo de su alma.

La esperanza de un pueblo estaba puesta en él. Y él en otras oportunidades mostró actitudes que lo hacían merecedor de tal sitial. Su fuerza era sobrenatural, Dios estaba con él pues solo el Espíritu de Dios podía originar tal poder. Sin embargo, él había sido tan indiferente a su llamado, nunca prestó atención a los preceptos que debía seguir. Siempre fue liberal, y muy colérico. Su pasión: las mujeres. Las veces que atentó contra los enemigos de su pueblo fueron a causa de mujeres. Un gran hombre con una gran debilidad. Aun así sabía que en algún momento debía tomar control de sus actitudes, y tomar en serio su destino. Pero el momento pasó por sus ojos y no lo vio. Y ahora esta ciego, literalmente ciego. Sus enemigos le han cazado. Peor aún, él se ha dejado cazar. Han sido sus errores lo que lo han llevado allí.

En algún momento su agonía pasará, pero solo la cruel muerte que le den sus enemigos será su liberación.

Yo he estado en esa celda. Y seguro que Ud. también. Es fría, y desnuda el alma. Es oscura y le tememos a la oscuridad. Es sola. Los pensamientos hacen ecos, van y vienen. La culpa nos destroza. ¿Cómo pude cometer tal error? ¿Cómo es que tomé esa decisión? ¿Por qué nunca pude superar mi debilidad? Y daríamos lo que fuese por cambiar el pasado.

“Yo y mi obsesión por las mujeres filisteas”, piensa Sansón.

Yo ocasioné mi derrota.

Yo me encerré en esta celda.

Yo perdí mi futuro.

Es difícil perdonarnos a nosotros mismos, y sin perdonarnos es imposible vislumbrar un mejor porvenir. Es imposible permitirnos una segunda oportunidad.

El hombre que perdió a su esposa, que ocasionó su desilusión. Ella se ha ido y él sabe que tiene la culpa. Aunque han pasado años le ha costado reponerse del divorcio y comenzar de nuevo. “No sirvo para esto”. “No soy capaz”. El padre que luego de abandonar a sus hijos quiere volver a ellos y cumplir con su rol de padre. El laico que cayó de nuevo en aquel viejo y aparentemente superado vicio, intenta volver su rostro al cielo y pedir perdón, “pero es que no lo merezco”.

Segundas oportunidades, cuán difícil es verlas.

Miremos a Moisés frente a la zarza, exponiendo sus escusas, huyendo de su destino por creer haberlo perdido.

Miremos a Pedro señalando a Juan como mejor opción “Y que de este”, “sabes me gustaría apacentarlas pero recuerda que yo te negué, ¿que tal Juan?”

“Sabes Dios he vuelto a la iglesia, pero me conformaría con solo ocupar una silla”. Y así nos sentimos castigados.

Observe a Sansón, ni siquiera puede caminar solo. Un joven lo lleva de la mano. El pueblo está de pie. Ovaciones se dejan escuchar, pero no son para él. Para él solo hay burlas, solo objetos putrefactos que chocan con su cuerpo, es que el pueblo le lanza basura. Y aunque él no ve, puede reconocer a algunos de sus enemigos al escucharlos.

“¿Qué pasó Sansón? ¿Dónde está tu fuerza? ¿Hasta tu Dios te ha desechado?”

Y entonces las risas duelen.

Mírenlo caminar, obsérvenlo hablarle al joven al oído. Tal vez le pide que camine despacio, es que así es más seguro. No, parece que está cansado, le ha pedido más bien que lo lleve a los pilares para apoyarse. Es que está cansado.

Ya Ud. quizá conozca el final de la historia. Sansón se apoya en los pilares y ruega a Dios que le permita por un instante recuperar su fuerza y entonces sucede. Derrumba los pilares y dio muerte a una gran cantidad de los filisteos enemigos de su pueblo. Y él muere con ellos.

Y siglos después nuestro Dios define qué es ser un hombre de fe. Y este ciego bufón es uno de los elementos que ilustran a un hombre de fe, pues fue uno de los que sacó fuerza en su debilidad.

Al igual que Sansón, nunca es tarde para rogar a Dios. Nunca es tarde para apoyarse en los pilares y cumplir con tu propósito. No escuches más las burlas de tu mente, No lamentes más tus errores. Hoy solo mira el cielo, ruega a Dios, en su corazón hay otra oportunidad para ti.

Anderson debe saberlo, hoy he decidido enviarle una copia de este capítulo, ojala y comprenda que la misma gracia que encontró Sansón está a disposición de él, y de ti. Dios no te ha desechado, él aún no ha terminado contigo. El está impaciente esperando tu clamor, esperando que le digas “estoy dispuesto a aceptar otra oportunidad”. Porque tu destino sigue siendo tu destino.

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