Nadie puede creerlo. Uno por uno se va acercando.
“Lo siento mucho”…
“Te acompaño en tu dolor”…
“Puedes contar conmigo”…
Y así van soltando sus palabras de consuelo. Algunas prefabricadas, pues muchos nos son muy creativos cuando de consolar se trata. Pero otros, otros tienen las mejores intenciones y saben cómo hablar… Sin embargo, no hay palabras que puedan consolar la pérdida de esta pareja. No hay compañía que ahuyente la fría y oscura sensación que hoy la soledad susurra al alma.
Es la hora de la cena, ayer el padre sonreía y miraba con orgullo a sus hijos. La madre servía la mesa y se regocijaba por su tarea. Debía regañar a sus hijos por tocar los panes antes de elevar la oración de gratitud al Dios de Jacob. Pero a pesar de la falta de disciplina de sus hijos ella se sentía una mujer realizada.
Pero hoy no hay cena, no hay motivo para sonreír, hoy no hay por qué sentir orgullo. Hoy no hay una oración de gratitud. Hoy la multitud estorba. Y uno a uno va marchando hacia sus casas.
Ya esta amaneciendo. El sol brilla. Pero el dolor no ha desaparecido. La casa está sola, no hay ruido. No hay voces. Hoy no verá a sus hijos partir hacia sus tareas. Y allí está él, el padre, que ya no es padre. Su nombre es Efraín. Pero hoy su nombre no tiene sentido.
Efraín era el segundo hijo de José. Era el menor de la casa de su padre. Un hijo menor en su tiempo no tenía grandes esperanzas de un gran futuro. Por el contrario, no se esperaba nada de él. Los ojos estaban puestos sobre el mayor. Por si esto fuera poco su padre pertenecía a una familia de doce hermanos, cada uno con sus hijos. Así que probablemente era el último de los nietos de su abuelo paterno. Sin embargo, Dios había decidido que Efraín fuera un hombre notorio. Cuando apenas era un niño recibió una promesa. Su abuelo, ya anciano, le bendijo poniéndolo por encima de Manasés su hermano mayor diciéndole que él sería más grande que su hermano mayor, y su descendencia formaría multitud de naciones.
Además de esto, Efraín significaba para su padre José bendición, su nombre se traducía como “fructífero”. Y Dios comenzó a cumplir su promesa.
Efraín tuvo nueve hijos. Pero los nueve le fueron arrebatados por la muerte en un solo día. Y hoy, mientras el sol baña al cielo con sus rayos brillantes, Efraín recuerda las palabras de su abuelo. Y es difícil entender cómo hoy sus hijos están muertos.
No se trata solo de una pérdida, se trata de la confusión que esta le causa. No es solo el dolor. Son las preguntas sin respuestas. Y cualquier persona puede decir que es soberbia preguntarle a Dios por qué cuando una tragedia nos arrebata la esperanza del cumplimiento de una promesa. Pero sin duda que esta persona nunca ha sufrido tal decepción.
Que alguien venga al patio de Efraín, que alguien le diga “tranquilo Dios te dará más hijos”, “no te aflijas, Dios está trabajando en su silencio”. Estoy seguro que él solo te mirará, y sonreirá levemente, luego apartará de ti la mirada para perderse en el horizonte, de allí en adelante estarás hablando solo, él quizá vea que tus labios se mueven pero no te estará escuchando.
Alguien le ha dicho a Tomás que Jesús ha resucitado de los muertos, él solo responde: “Si no viere en sus manos la señal de los clavos, y metiere mis dedos en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré”.
¡Oh Tomás que incrédulo eres! Pero no es solo incredulidad. Tomás no cree no porque no quiere creer, sino porque no puede. Y no puede porque está vez no quiere ser decepcionado, porque ya está bueno de sufrir, de creer para luego perder. No tiene la voluntad, la fuerza para creer porque su esperanza se ha agotado. Porque ha visto a su maestro colgado en una cruz, clavado de manos y pies, con una corona de espinos en su frente, ha visto las gotas de sangre caer en tierra, y luego lo ha escuchado quejarse por el abandono de Dios. Lo vio expirar, y luego la lanza traspasó su costado, sangre y agua salió de su costado. Vio su cuerpo inerte, colgado en el madero, muerto. Aquel que caminó sobre las aguas, aquel que lo llenó de esperanza, aquel que le prometió no abandonarle nunca, guiarlo hacia otra forma de vida, liberarlo de la opresión no pudo burlar a la muerte, y ¡vienen a decirle que lo han visto vivo! Por Dios no jueguen con la esperanza de un desesperanzado.
Por las calles de nuestras ciudades caminan muchos como Tomás, como Efraín. Muchos que han perdido la fe. Ellos alguna vez recibieron una promesa, y llegaron a palpar el cumplimiento de la misma, pero de repente todo se desvaneció. Y con este suceso también se desvaneció la fuerza para creer.
Algún escritor cuyo manuscrito nunca fue publicado, nunca tuvo los recursos. Tocó las puertas que pudo. Se aferró a una palabra que recibió, pero no hubo forma de que una casa editorial le prestara atención. Hoy ya no escribe. Ni siquiera lee.
Algún pastor cuya congregación fue dividida por uno de sus líderes. Hoy ya no pastorea.
Puedes tropezarte con algún joven con una extraordinaria voz y talento para componer, hace algunos meses paseaba con su guitarra y podías encontrarlo en cualquier reunión de grupos cantando con una pasión envidiable. Dios le prometió llevarlo a las naciones, permitirle grabar producciones, pero los sellos disqueros no responden sus solicitudes. Hoy no canta.
Quizá conoces a alguno que ha perdido la esperanza de que su promesa pueda cumplirse, o tal vez tú eres uno de ellos.
Dios es Fiel. Lo que Él promete lo cumple. No hay forma de que no sea así. No existen posibilidades. No hay pérdida que pueda obstaculizar al Dios de la Promesa. No hay rechazos que impidan que Él cumpla. Solo cree. No dejes de creer. Él va a sorprenderte. Mira a Sara, una mujer anciana, con un esposo anciano, ella es estéril, mírala junto a su esposo sonriendo con un niño en sus brazos, la anciana estéril ha dado a luz. Es que Dios prometió y no hay nada que le estorbe. Tomás ve a Cristo resucitado frente a él. No puede creerlo aún. Su corazón está confundido, él quiere creer. Jesús ha venido a su encuentro y lo invita a meter su dedo en sus heridas. Y con esto lo desafía a creer. Jesús no lo hace para reprocharle, lo hace por amor. Porque Él está dispuesto a curar la desesperanza.
Solo cree. Aun hay porvenir glorioso para ti. Dios cumplirá su promesa. No desmayes.
Cuando uno ha perdido le cuesta reponerse. Tengo un amigo cuyo matrimonio sufrió una fractura. Pero Dios prometió restaurarlo, contrario a eso, él y ella se causaron heridas que los separaban más y más. Un día Dios le habló diciéndole que lo intentara de nuevo junto a su esposa, que Él haría algo maravilloso a través de ellos. Era un recordatorio de una promesa ya recibida antes de la separación. Pasaron meses antes de que él pudiera dar un paso hacia la reconciliación. El problema era que el solo pensar que en el futuro se presentaran problemas entre ellos que amenazaran con otra separación le causaba temor. Conozco también parejas que han perdido a un hijo, y no se atreven a tener otro por temor a perder de nuevo, aun cuando Dios les ha dicho que les bendecirá con la presencia de otro niño.
Perder causa temor.
Los días han pasado, quizá meses, años. Lo cierto es que Efraín ha logrado recuperar la esperanza. Y se ha llegado a su mujer de nuevo. Nueve meses después ella da a luz un hijo. Efraín lo toma en sus manos, sus ojos se humedecen, Dios sigue siendo Fiel. Y lo llama Bería, por cuanto su casa había estado en aflicción. Y los años siguientes Dios mostró su fidelidad a sus promesas, Dios multiplicó la descendencia de Efraín, y cumplió su promesa. Pero fue necesario que Efraín actuara. Que hiciera su parte. Que creyera a Dios y venciera la incredulidad que nace del dolor, la confusión.
“Lo siento mucho”…
“Te acompaño en tu dolor”…
“Puedes contar conmigo”…
Y así van soltando sus palabras de consuelo. Algunas prefabricadas, pues muchos nos son muy creativos cuando de consolar se trata. Pero otros, otros tienen las mejores intenciones y saben cómo hablar… Sin embargo, no hay palabras que puedan consolar la pérdida de esta pareja. No hay compañía que ahuyente la fría y oscura sensación que hoy la soledad susurra al alma.
Es la hora de la cena, ayer el padre sonreía y miraba con orgullo a sus hijos. La madre servía la mesa y se regocijaba por su tarea. Debía regañar a sus hijos por tocar los panes antes de elevar la oración de gratitud al Dios de Jacob. Pero a pesar de la falta de disciplina de sus hijos ella se sentía una mujer realizada.
Pero hoy no hay cena, no hay motivo para sonreír, hoy no hay por qué sentir orgullo. Hoy no hay una oración de gratitud. Hoy la multitud estorba. Y uno a uno va marchando hacia sus casas.
Ya esta amaneciendo. El sol brilla. Pero el dolor no ha desaparecido. La casa está sola, no hay ruido. No hay voces. Hoy no verá a sus hijos partir hacia sus tareas. Y allí está él, el padre, que ya no es padre. Su nombre es Efraín. Pero hoy su nombre no tiene sentido.
Efraín era el segundo hijo de José. Era el menor de la casa de su padre. Un hijo menor en su tiempo no tenía grandes esperanzas de un gran futuro. Por el contrario, no se esperaba nada de él. Los ojos estaban puestos sobre el mayor. Por si esto fuera poco su padre pertenecía a una familia de doce hermanos, cada uno con sus hijos. Así que probablemente era el último de los nietos de su abuelo paterno. Sin embargo, Dios había decidido que Efraín fuera un hombre notorio. Cuando apenas era un niño recibió una promesa. Su abuelo, ya anciano, le bendijo poniéndolo por encima de Manasés su hermano mayor diciéndole que él sería más grande que su hermano mayor, y su descendencia formaría multitud de naciones.
Además de esto, Efraín significaba para su padre José bendición, su nombre se traducía como “fructífero”. Y Dios comenzó a cumplir su promesa.
Efraín tuvo nueve hijos. Pero los nueve le fueron arrebatados por la muerte en un solo día. Y hoy, mientras el sol baña al cielo con sus rayos brillantes, Efraín recuerda las palabras de su abuelo. Y es difícil entender cómo hoy sus hijos están muertos.
No se trata solo de una pérdida, se trata de la confusión que esta le causa. No es solo el dolor. Son las preguntas sin respuestas. Y cualquier persona puede decir que es soberbia preguntarle a Dios por qué cuando una tragedia nos arrebata la esperanza del cumplimiento de una promesa. Pero sin duda que esta persona nunca ha sufrido tal decepción.
Que alguien venga al patio de Efraín, que alguien le diga “tranquilo Dios te dará más hijos”, “no te aflijas, Dios está trabajando en su silencio”. Estoy seguro que él solo te mirará, y sonreirá levemente, luego apartará de ti la mirada para perderse en el horizonte, de allí en adelante estarás hablando solo, él quizá vea que tus labios se mueven pero no te estará escuchando.
Alguien le ha dicho a Tomás que Jesús ha resucitado de los muertos, él solo responde: “Si no viere en sus manos la señal de los clavos, y metiere mis dedos en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré”.
¡Oh Tomás que incrédulo eres! Pero no es solo incredulidad. Tomás no cree no porque no quiere creer, sino porque no puede. Y no puede porque está vez no quiere ser decepcionado, porque ya está bueno de sufrir, de creer para luego perder. No tiene la voluntad, la fuerza para creer porque su esperanza se ha agotado. Porque ha visto a su maestro colgado en una cruz, clavado de manos y pies, con una corona de espinos en su frente, ha visto las gotas de sangre caer en tierra, y luego lo ha escuchado quejarse por el abandono de Dios. Lo vio expirar, y luego la lanza traspasó su costado, sangre y agua salió de su costado. Vio su cuerpo inerte, colgado en el madero, muerto. Aquel que caminó sobre las aguas, aquel que lo llenó de esperanza, aquel que le prometió no abandonarle nunca, guiarlo hacia otra forma de vida, liberarlo de la opresión no pudo burlar a la muerte, y ¡vienen a decirle que lo han visto vivo! Por Dios no jueguen con la esperanza de un desesperanzado.
Por las calles de nuestras ciudades caminan muchos como Tomás, como Efraín. Muchos que han perdido la fe. Ellos alguna vez recibieron una promesa, y llegaron a palpar el cumplimiento de la misma, pero de repente todo se desvaneció. Y con este suceso también se desvaneció la fuerza para creer.
Algún escritor cuyo manuscrito nunca fue publicado, nunca tuvo los recursos. Tocó las puertas que pudo. Se aferró a una palabra que recibió, pero no hubo forma de que una casa editorial le prestara atención. Hoy ya no escribe. Ni siquiera lee.
Algún pastor cuya congregación fue dividida por uno de sus líderes. Hoy ya no pastorea.
Puedes tropezarte con algún joven con una extraordinaria voz y talento para componer, hace algunos meses paseaba con su guitarra y podías encontrarlo en cualquier reunión de grupos cantando con una pasión envidiable. Dios le prometió llevarlo a las naciones, permitirle grabar producciones, pero los sellos disqueros no responden sus solicitudes. Hoy no canta.
Quizá conoces a alguno que ha perdido la esperanza de que su promesa pueda cumplirse, o tal vez tú eres uno de ellos.
Dios es Fiel. Lo que Él promete lo cumple. No hay forma de que no sea así. No existen posibilidades. No hay pérdida que pueda obstaculizar al Dios de la Promesa. No hay rechazos que impidan que Él cumpla. Solo cree. No dejes de creer. Él va a sorprenderte. Mira a Sara, una mujer anciana, con un esposo anciano, ella es estéril, mírala junto a su esposo sonriendo con un niño en sus brazos, la anciana estéril ha dado a luz. Es que Dios prometió y no hay nada que le estorbe. Tomás ve a Cristo resucitado frente a él. No puede creerlo aún. Su corazón está confundido, él quiere creer. Jesús ha venido a su encuentro y lo invita a meter su dedo en sus heridas. Y con esto lo desafía a creer. Jesús no lo hace para reprocharle, lo hace por amor. Porque Él está dispuesto a curar la desesperanza.
Solo cree. Aun hay porvenir glorioso para ti. Dios cumplirá su promesa. No desmayes.
Cuando uno ha perdido le cuesta reponerse. Tengo un amigo cuyo matrimonio sufrió una fractura. Pero Dios prometió restaurarlo, contrario a eso, él y ella se causaron heridas que los separaban más y más. Un día Dios le habló diciéndole que lo intentara de nuevo junto a su esposa, que Él haría algo maravilloso a través de ellos. Era un recordatorio de una promesa ya recibida antes de la separación. Pasaron meses antes de que él pudiera dar un paso hacia la reconciliación. El problema era que el solo pensar que en el futuro se presentaran problemas entre ellos que amenazaran con otra separación le causaba temor. Conozco también parejas que han perdido a un hijo, y no se atreven a tener otro por temor a perder de nuevo, aun cuando Dios les ha dicho que les bendecirá con la presencia de otro niño.
Perder causa temor.
Los días han pasado, quizá meses, años. Lo cierto es que Efraín ha logrado recuperar la esperanza. Y se ha llegado a su mujer de nuevo. Nueve meses después ella da a luz un hijo. Efraín lo toma en sus manos, sus ojos se humedecen, Dios sigue siendo Fiel. Y lo llama Bería, por cuanto su casa había estado en aflicción. Y los años siguientes Dios mostró su fidelidad a sus promesas, Dios multiplicó la descendencia de Efraín, y cumplió su promesa. Pero fue necesario que Efraín actuara. Que hiciera su parte. Que creyera a Dios y venciera la incredulidad que nace del dolor, la confusión.
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