-¡Papá!- Exclamó el niño de seis años desde su cama al ver que su padre abandonaba la habitación sin el hábito nocturno. Éste, se detuvo al mismo tiempo que una sonrisa centellaba en su rostro.
-¿Qué sucede?- Preguntó aun de espalda a su hijo que guardó silencio observando a su padre volviendo hacia él y cuando lo sintió sentado a su lado, en la cama, le dijo abrazándolo:
-Sabía que no te irías sin contarme una historia- El padre acarició el cabello del pequeño, casi seguro de que el acto de contarle historias era tan satisfactorio para él mismo que superaba la emoción del niño al escucharlas.
-Hoy te contaré la mejor historia que puedas escuchar.
Su mirada se perdía entre imágenes que formaban parte de los recuerdos de su niñez. Fijó sus ojos en los de su hijo, el pequeño ubicó sus brazos detrás de la cabeza haciendo de ellos una cómoda almohada. El melancólico padre esperó hasta ver que el niño estaba listo para escucharlo. – Te contaré una historia de la que fui testigo-. Le dijo.
-Padre, ¿Eres el héroe de la historia?-. Interrumpió el niño acostumbrado a escuchar las hazañas de personajes heroicos, unos reales y otros ficticios, cuyos actos eran narrados con el fin de cultivar en él buenos principios y costumbres.
-No, aunque al día siguiente muchos comentaban mi intervención y algunos me atribuían un grado de heroísmo y otros aseguraban que fui un instrumento para el único y verdadero héroe de esta historia… No fui ni lo uno ni lo otro.
Sus ojos se humedecieron al instante, tuvo que luchar para no enmudecer a causa de la emoción y pronunciar así las siguientes palabras:
-Yo solo fui un afortunado… Años después supe que aquel día, el maestro, como lo llamaban entonces sus seguidores, solo quería apartarse de la gente, deseaba internarse en la soledad propia, lo necesitaba después de escuchar sobre la muerte de su primo Juan. Aquel día para mí, no fue un maestro… Fue mucho más…
Ese fue el inicio de su historia, y continuó:
- Pero aquel hombre nunca se doblegó ante el egoísmo, jamás priorizó sus necesidades por encima de las del prójimo. Mientras sus palabras podían impresionar al más pretensioso erudito y despertar el alma de cualquier ser humano vivo o muerto – sonrió por un momento – Sus actos, siempre en armonía con sus palabras, despertaban en el hombre la extraña ilusión de estar frente al Mesías. La tarde en la que quiso abrazar la soledad se vio interrumpida por una gran multitud, tal vez cinco mil personas le rodearon, tal vez diez mil ojos le observaron, y la misma cantidad de brazos se extendieron hacia él... Esperando recibir.
Inclinó su rostro, movido por una solemne indignación y con tono melancólico dijo: - …Sin nada que ofrecerle al maestro, ni siquiera apoyo, él que nunca esperó recibir nada y siempre estuvo dispuesto a dar – Levantó el rostro fijando nuevamente sus ojos sobre el niño para continuar:
-La noche nos sorprendió. Y todos, algunos más conformes que otros, decidimos partir. Cada cual a su refugio, sin preguntarse ninguno por la suerte del maestro bajo el manto de la noche. Pero Él no era un maestro; era el Mesías. Y sin siquiera tomar en cuenta la actitud de ninguno, tuvo compasión. No nos permitió partir, no sin antes alimentarnos a todos: a los conformes y a los inconformes. Yo paseaba entre la multitud con mi canasta, llevaba en ella cinco panecillos de cebada y dos pececillos. De repente alguien se acercó a mi y me dijo que le diera mi canasta que el maestro quería con ella alimentar a la multitud. Escuché murmurar a alguien que “era una locura”, unos me decían: “no se la des”, “quiere aprovecharse de tu inocencia”. Otros me dijeron que aquel era un bribón que quería alimentarse con mi vianda. Otros rieron pensando que el hombre que me pidió mi vianda en nombre del maestro hacía un chiste. Pero yo era un niño, no sabía sacar cuentas. Le entregué mi canasta y al cabo de unos minutos toda la multitud se alimentaba con mi vianda, incluso aquel que dijo que lo que pretendía el seguidor del maestro era una locura.
El niño escuchaba el relato fascinado. Como es de esperarse no mostró asombro adicional por la cantidad de hombres alimentados con la vianda de su padre. Es una virtud de los niños burlarse de las cifras que a los adultos enloquecen. A un niño le asombra el amor incondicional de sus padres, el latido de un cachorro que lo recibe cuando llega del colegio, la bondad de los abuelos, el canto de las aves sorprendidas por el amanecer, el color del cielo mientras se prepara para el abandono del sol y la llegada de la luna. ¡Pero números! Ni lo intentes, da igual un millón de estrellas sobre el cielo a una, de hecho para un niño una estrella siempre es suficiente.
El padre ajustó la cobija al cuerpo de su hijo, ritual con el que acostumbraba a anunciar los finales de sus historias. Y luego que hubo hecho esto con una nostalgia más notable prosiguió su relato:
-Cuando la multitud sació su hambre, los seguidores del maestro recogieron lo que sobró. Yo aproveché aquel momento para acercarme al maestro. Parecía distraído, tal vez pensaba en los buenos momentos que vivió junto con su primo Juan. Él estaba de espaldas, pero creo que sintió mi presencia porque volteó clavando su mirada directamente en mí. Vi sus ojos, no eran ojos de hombre, eran profundos y llenos de pasión; brillaban como el sol, ardían en el corazón. Sentí que estaba frente al mismo Dios. “Eres el Mesías”, pensé y al instante Él me sonrió; sentí que no había pensado, que había hablado con Él. Años después un hombre me dijo: “Vi al maestro colgado en un madero, azotado y burlado por los hombres, algo me hizo pensar que era más que un maestro porque sus ojos estaban llenos de paz en su notable agonía, pensé que estaba frente al mismo Mesías, de inmediato Él me miró fijamente y sonrió, creo que Él escuchó mis pensamientos”.
En ese momento el niño mostró gran asombro.
-Padre, es la mejor historia que me has contado -. El padre sintió que un sentimiento indescriptible su espíritu, pensó que realmente nada podía compararse con el acto de contarle historias a su hijo. El hijo sintió los labios de su padre sellando un beso en su frente al mismo tiempo que un par de lágrimas humedecían su cabello. Luego lo escuchó decir:
-Aquel día, mientras el sol se marchaba y la luna se mostraba tímida fui un niño afortunado. Cada vez que veo tus ojos recuerdo a aquel Mesías y siento que sigo siendo un niño, uno muy afortunado.
Así el padre abandonó la habitación tras recibir un abrazo de su pequeño que ya solo en la habitación con sus ojos cerrados pensó: “maestro, yo también creo que eres mi Dios”.
Y yo creo que desde el cielo Él mantiene sus ojos fijos sobre el niño, escuchando sus pensamientos, al mismo tiempo que una sonrisa se dibuja en su rostro.
-¿Qué sucede?- Preguntó aun de espalda a su hijo que guardó silencio observando a su padre volviendo hacia él y cuando lo sintió sentado a su lado, en la cama, le dijo abrazándolo:
-Sabía que no te irías sin contarme una historia- El padre acarició el cabello del pequeño, casi seguro de que el acto de contarle historias era tan satisfactorio para él mismo que superaba la emoción del niño al escucharlas.
-Hoy te contaré la mejor historia que puedas escuchar.
Su mirada se perdía entre imágenes que formaban parte de los recuerdos de su niñez. Fijó sus ojos en los de su hijo, el pequeño ubicó sus brazos detrás de la cabeza haciendo de ellos una cómoda almohada. El melancólico padre esperó hasta ver que el niño estaba listo para escucharlo. – Te contaré una historia de la que fui testigo-. Le dijo.
-Padre, ¿Eres el héroe de la historia?-. Interrumpió el niño acostumbrado a escuchar las hazañas de personajes heroicos, unos reales y otros ficticios, cuyos actos eran narrados con el fin de cultivar en él buenos principios y costumbres.
-No, aunque al día siguiente muchos comentaban mi intervención y algunos me atribuían un grado de heroísmo y otros aseguraban que fui un instrumento para el único y verdadero héroe de esta historia… No fui ni lo uno ni lo otro.
Sus ojos se humedecieron al instante, tuvo que luchar para no enmudecer a causa de la emoción y pronunciar así las siguientes palabras:
-Yo solo fui un afortunado… Años después supe que aquel día, el maestro, como lo llamaban entonces sus seguidores, solo quería apartarse de la gente, deseaba internarse en la soledad propia, lo necesitaba después de escuchar sobre la muerte de su primo Juan. Aquel día para mí, no fue un maestro… Fue mucho más…
Ese fue el inicio de su historia, y continuó:
- Pero aquel hombre nunca se doblegó ante el egoísmo, jamás priorizó sus necesidades por encima de las del prójimo. Mientras sus palabras podían impresionar al más pretensioso erudito y despertar el alma de cualquier ser humano vivo o muerto – sonrió por un momento – Sus actos, siempre en armonía con sus palabras, despertaban en el hombre la extraña ilusión de estar frente al Mesías. La tarde en la que quiso abrazar la soledad se vio interrumpida por una gran multitud, tal vez cinco mil personas le rodearon, tal vez diez mil ojos le observaron, y la misma cantidad de brazos se extendieron hacia él... Esperando recibir.
Inclinó su rostro, movido por una solemne indignación y con tono melancólico dijo: - …Sin nada que ofrecerle al maestro, ni siquiera apoyo, él que nunca esperó recibir nada y siempre estuvo dispuesto a dar – Levantó el rostro fijando nuevamente sus ojos sobre el niño para continuar:
-La noche nos sorprendió. Y todos, algunos más conformes que otros, decidimos partir. Cada cual a su refugio, sin preguntarse ninguno por la suerte del maestro bajo el manto de la noche. Pero Él no era un maestro; era el Mesías. Y sin siquiera tomar en cuenta la actitud de ninguno, tuvo compasión. No nos permitió partir, no sin antes alimentarnos a todos: a los conformes y a los inconformes. Yo paseaba entre la multitud con mi canasta, llevaba en ella cinco panecillos de cebada y dos pececillos. De repente alguien se acercó a mi y me dijo que le diera mi canasta que el maestro quería con ella alimentar a la multitud. Escuché murmurar a alguien que “era una locura”, unos me decían: “no se la des”, “quiere aprovecharse de tu inocencia”. Otros me dijeron que aquel era un bribón que quería alimentarse con mi vianda. Otros rieron pensando que el hombre que me pidió mi vianda en nombre del maestro hacía un chiste. Pero yo era un niño, no sabía sacar cuentas. Le entregué mi canasta y al cabo de unos minutos toda la multitud se alimentaba con mi vianda, incluso aquel que dijo que lo que pretendía el seguidor del maestro era una locura.
El niño escuchaba el relato fascinado. Como es de esperarse no mostró asombro adicional por la cantidad de hombres alimentados con la vianda de su padre. Es una virtud de los niños burlarse de las cifras que a los adultos enloquecen. A un niño le asombra el amor incondicional de sus padres, el latido de un cachorro que lo recibe cuando llega del colegio, la bondad de los abuelos, el canto de las aves sorprendidas por el amanecer, el color del cielo mientras se prepara para el abandono del sol y la llegada de la luna. ¡Pero números! Ni lo intentes, da igual un millón de estrellas sobre el cielo a una, de hecho para un niño una estrella siempre es suficiente.
El padre ajustó la cobija al cuerpo de su hijo, ritual con el que acostumbraba a anunciar los finales de sus historias. Y luego que hubo hecho esto con una nostalgia más notable prosiguió su relato:
-Cuando la multitud sació su hambre, los seguidores del maestro recogieron lo que sobró. Yo aproveché aquel momento para acercarme al maestro. Parecía distraído, tal vez pensaba en los buenos momentos que vivió junto con su primo Juan. Él estaba de espaldas, pero creo que sintió mi presencia porque volteó clavando su mirada directamente en mí. Vi sus ojos, no eran ojos de hombre, eran profundos y llenos de pasión; brillaban como el sol, ardían en el corazón. Sentí que estaba frente al mismo Dios. “Eres el Mesías”, pensé y al instante Él me sonrió; sentí que no había pensado, que había hablado con Él. Años después un hombre me dijo: “Vi al maestro colgado en un madero, azotado y burlado por los hombres, algo me hizo pensar que era más que un maestro porque sus ojos estaban llenos de paz en su notable agonía, pensé que estaba frente al mismo Mesías, de inmediato Él me miró fijamente y sonrió, creo que Él escuchó mis pensamientos”.
En ese momento el niño mostró gran asombro.
-Padre, es la mejor historia que me has contado -. El padre sintió que un sentimiento indescriptible su espíritu, pensó que realmente nada podía compararse con el acto de contarle historias a su hijo. El hijo sintió los labios de su padre sellando un beso en su frente al mismo tiempo que un par de lágrimas humedecían su cabello. Luego lo escuchó decir:
-Aquel día, mientras el sol se marchaba y la luna se mostraba tímida fui un niño afortunado. Cada vez que veo tus ojos recuerdo a aquel Mesías y siento que sigo siendo un niño, uno muy afortunado.
Así el padre abandonó la habitación tras recibir un abrazo de su pequeño que ya solo en la habitación con sus ojos cerrados pensó: “maestro, yo también creo que eres mi Dios”.
Y yo creo que desde el cielo Él mantiene sus ojos fijos sobre el niño, escuchando sus pensamientos, al mismo tiempo que una sonrisa se dibuja en su rostro.
12 comentarios:
Hola Gusmar!
Somos niños.
Somos felices.
Somos héroes anonimos.
Pero sobretodo anhelamos esa mirada.
Saludos!
Ey brother, espero estes bien, saludos a la familia.
Cierto esa mirada, la esperanza de contemplarla es lo que nos mantiene caminando
Bellisimo relato chamito.
Un abrazo de niño para que no perdamos nuestras historias junto al Maestro.
Gracias Beatriz, para que no las perdamos ni nos las arrebaten!
Saludos.
Hola Brother, gracias mi gran amigo y hermano por brindarme tu tan linda y valiosa amistad. El cariño es mutuo querido hermano, saludos.
Atte.
Kurtosis.
Hola y Saludos Brother, las pasiones de un niño: heroísmo, amor y fantasia en un pasaje del cuento. por eso lucha con todas las armas que el discurso le da, para elaborar una historia y aumentarlo, hacerlo digno de un verdadero héroe, deudor de su conciencia. El niño no ve al padre, sino al Super God.
Atte.
Kurtosis.
"Maestro, yo también creo que tú eres mi Dios" Sigamos siendo niños mi estimado Gusmar.
Hola Isa, sigamos.
Hola Gusmar
Precioso relato, en el que nuestro corazón y nuestros sentimientos quieren volver a ser niños y luchar nuevamente por ese Maestro, que con el paso del tiempo por nuestro egoismo nos olvidamos que existe, menos en los momentos de necesidad.
Besos.
Simplemente hermoso
Un precioso relato que me sigue recordando que soy un pequeñito de 7 años "eternos", que cree en el Mesías con sencillez :)
Un abrazo brother...
Hola naiba asì mismo es, a veces dejamos de disfrutar de los mejor que tiene el maestro.
Amigo peregrino, un abrazo de niño a niño.
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