Durante mucho
tiempo deseó no tener memoria del pasado. Le estorbaban sus errores, pensaba
continuamente que de no haberlos cometido otra sería su vida. Pero sabía que no
se puede retroceder en el tiempo y tomar otros caminos, aunque disfrutaba las
ficciones desarrolladas en base a la idea de “volver al pasado” y había
memorizado las leyes que predominaban y coincidían en todas las ficciones cinematográficas. Eso fue en su
juventud, pero ya lo años habían transcurrido y de su juventud sólo quedaban
recuerdos. Malgastó los mejores años de su vida en lamentos, sin el coraje para
extraer lecciones de sus errores, sin la valentía de asumir los fracasos como
aprendizajes.
Muchas mañanas
ejercitó su mente intentando hacerse hábil en lo que definió como el arte de la
distracción; tal arte era el concepto con el que justificó su cobardía. Esquivó
oportunidades pensando que así podría evitar la aparición de los fantasmas que,
a pesar de su esfuerzo, seguían apareciendo con antojos propios. Cuando éstos
aparecían desaparecía él; se le veía caminando como se ven las hojas secas
llevadas por la brisa cualquier día de verano, se le escuchaba quejumbroso, excusándose
con el pretexto de lo que nunca sucedió, diciendo que de haber sucedido él
sería otro. Se perdió las oportunidades de cambiarle el rumbo a su vida, de
transitar otros caminos; nunca pudo decidir otro destino porque nunca percibió
los momentos en los que tuvo las opciones.
Fue una mañana, a
sus setenta. Su cuerpo aun presumía de fuerza, sus ojos contemplaban sin
desgastes, se levantó de la cama y se sintió desconocido; miró a su alrededor y
todo era extraño. Se levantó y una extraña fatiga le hizo perder el equilibrio
y por un par de segundos se apoyó en la pared, poco a poco fue reconociéndose,
reconoció también las paredes, la cama, el lugar completo. Esa mañana sus dos
hijos llegaron, con sus esposas e hijos. Los contempló, pensó que todo pudo ser
mejor, que él pudo ser mejor para ellos. Así son algunos vicios: aprisionan la
voluntad y disfrazan la alegría. Él no podía simplemente disfrutar. Notó,
mientras transcurría el día que habían ciertos espacios vacíos en su memoria,
intentó recordar ciertos momentos a los que sus hijos hacían referencia, pero
fue inútil. Al anochecer supo que su memoria se desgastaba. Pasaron semanas,
meses y algunos años. Su memoria iba despojándose con más rapidez de los
recuerdos. Su deseo se había cumplido: olvidaba el pasado.
Poco a poco lo olvidó
todo, y en el proceso lamentó cada detalle olvidado. En ocasiones deseó su
memoria completa, reconoció que el pasado puede ser aliado del hombre y que
algunos fantasmas son necesarios en la vida.
Creo que fue
casualidad, acepté la invitación de visitar el Hospital Adolfo Pons de
Maracaibo. Caminé entre algunos pasillos, entré a algunas de las habitaciones
del hospital junto a un par de amigos. Entonces tropecé con él, lo vi acostado
y me acerqué. Su rostro reflejaba su agonía, sus dos hijos estaban sentados a
su lado, me le acerqué y él disimuló conocerme con una sonrisa, la misma con la
que quizás intentaba engañar a sus hijos diciéndoles que los reconocía. Con su
brazo me obligó a inclinarme a la altura de su rostro y me susurró al oído: “voy
a morir sin pasado, sin saber quién fui o quién soy”.
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