Lo comprendió al verla.
Esas cosas suceden a menudo, he sido testigo algunas veces, tal vez tú
también; te pasas toda una vida argumentando, negando lo que consideras
insostenible, y en un instante todos tus argumentos son ridículos.
A pesar de toda la angustia vivida su madre murió en paz, con una extraña
convicción o una tonta ilusión: en algún momento él volvería a ser aquel hombre
sonriente que una vez fue. Y así murió ella, sonriéndole a la vida, sonriéndole
a él que también fue su vida.
La muerte anunciada le confirmó lo que él creyó descubrir quince años
antes, cuando su padre murió en aquel trágico accidente en la autopista
intercomunal de la ciudad. Renunció a su rutina dominical de asistencia a la
iglesia y reconoció que su rutina no lo salvaría del único destino seguro del
ser humano y de todo ser vivo.
Creyó absurda la ilusión que tantas veces lo llevó a pensar y asegurar la
existencia de un dios; afirmó en algunas
conversaciones que si algún hecho o idea tenía caracteres superiores y divinos,
era la muerte. Decidió jamás pensar en dios y por un tiempo mientras intentaba
dejar de pensar en dios pensó más en el asunto, descubriendo que existen tantos
dioses como lo suponen los seres humanos al creerlos ciertos. Se ejercitó para
no darle vida a ningún dios con sus pensamientos, y en su aventura se volvió
desconfiado y solitario, su vida insípida; a veces caía en cuenta de su
aburrimiento, pero creía que su coraza lo mantendría un poco más alejado de la
muerte.
Algunas noches lloraba la ausencia de su padre, o se excusaba en ella para
llorarse a sí mismo; y cuando ya la ausencia de su padre no justificaba su
llanto ocurrió lo de su madre.
En algún momento tomó la decisión de
sentarse algunas tardes en la plaza del parque La Bandera, allí lo conocí.
Caminaba un rato y luego se sentaba y encendía un cigarrillo mientras a su alrededor
una manada de humanos trotaban hacia todas las direcciones y por todos los
senderos del parque. Al principio intenté convencerlo de mis ideas sobre un
dios, también del supuesto sentido que le encontré a la vida, pero él sin
intentar convencerme desarmaba mis argumentos dejándome cada vez con menos
convicciones. En cada encuentro sus conceptos y el sabor amargo de la vida, que
emanaba de su alma, se tornaban en néctar dulce para mí.
Conversando con él aprendí que la historia revela tantas identidades de
dioses como tiempos y espacios han sucedido, y que cada concepto e identidad de
los dioses en la historia refleja el concepto e identidad de la sociedad en
cada escenario. Aprendí que tengo derecho a cuestionarlo todo, que puedo
hacerlo, que puedo dejar de ser esclavo, constantemente, de las ideas que creyéndolas
mías no son más que herencia histórica. Eso creí muchas veces hablando con él.
Fue una tarde, yo estaba sentado a su lado, él encendía un cigarrillo
mientras conversábamos. Una chica se acercó a nosotros y sonriendo lo saludó y
le pidió un cigarrillo. Lo vi en su rostro mientras respondía al saludo y
extendía su mano con los cigarrillos. Ella le dio las gracias y se alejó
mientras él sonreía, de nuevo sonreía. Volvió a mí para continuar con la
conversación, sin importarle en qué habíamos quedado, sólo me miró y me dijo: “Tal
vez de nuevo estoy equivocado, tal vez puede que exista un dios, y creo que lo
vi en los ojos de esa linda chica”.
Se despidió y se fue fumándose su cigarrillo, y una vez más me quedé yo,
allí sentado, pensando que todo es posible, que no existen convicciones tan
seguras y firmes para no cuestionarse… No se si volvió a creer en algún dios,
después de aquella tarde no pude volver al parque de aquella ciudad, pero tuvo
razón su madre: él volvió a sonreírle a la vida.
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