sábado, 24 de septiembre de 2011

AQUEL DIOS Y MI DIVORCIO...

Hace un par de semanas tropecé con un ex compañero de clases a quien tenía al menos seis años sin ver, me preguntó por qué a estas alturas no era un “ministro acreditado” por la organización en la cual nos conocimos. Se me ocurrió responderle con un chiste muy malo (eso creo), le dije: “<>”.

Expresó que lamentaba mi divorcio y no insistió en el tema de las credenciales, ni si quiera se animó a tocar algún asunto teológico. No lo noté hasta que llegué a casa y pensé en el chiste tan malo que improvisé para responderle. Pero me pareció lógico que él, quien sí había logrado una carrera en aquella organización, no estuviera interesado en conversar conmigo sobre “asuntos profundos y espirituales” y se limitara a temas “triviales y terrenales”; no me quejo, fue una buena conversación y aquel encuentro me hizo recordar algunos nombres y rostros ligados a un pasado bueno, originó una buena nostalgia por la cual estoy agradecido, sin embargo no puedo evitar reflexionar al respecto.

En realidad mi divorcio me hizo pensar en el concepto tradicional y ortodoxo del amor divino, concepto incongruente y contradictorio en sí mismo, amor que es definido como incondicional pero que para gozar de sus beneficios debes aceptar y respetar ciertas condiciones; amor que es pregonado “tan ancho que no puedes ir afuera de él”, pero la verdad es que si estás fuera de los límites de la “vida congregacional” entonces estás fuera del “tan grande (es el) amor de Dios”. No sé ahora, para aquel tiempo dentro de los límites de aquella organización el divorcio no te excluía del club de los “amados por Dios”, pero era confuso asegurarlo pues si te divorciabas podías seguir siendo miembro de alguna de sus congregaciones pero nunca optar a una credencial y tampoco a un cargo dentro de la congregación pues no eras lo suficientemente apto para ello, y cualquiera de esas posiciones se consideraban como prominentes, ocuparlas era igual a ser privilegiados por el amor y la bondad divina.

En cierta forma, en los niveles no pronunciados pero sí expresados dentro de los sistemas ortodoxos en relación al amor de Dios, un divorciado está por debajo de un soltero o casado. Y no hay excusas ni justificación que pueda elevarte a un nivel superior; no importa la antigüedad, que para solteros o casados es una herramienta útil para escalar la “cima descendente del servicio cristiano”. (“Cima descendente del servicio cristiano”, otra idea que no logro captar pues si es descendente cómo es que aquellos que van descendiendo gozan de mayores ventajas en estos sistemas y si es servicio por qué mientras más “descienden a la cima” menos sirven).

No hablo mucho sobre aquellos días en los que me enfrenté a la realidad de mi divorcio, no escribo mucho al respecto, son días que he preferido guardar en la parte más oscura de mis recuerdos; pero puedo decir, al menos hoy, que para aquellos días yo tuve que lidiar por un buen rato (así defino y prefiero definir el espacio de tiempo oscuro que enfrenté, y sinceramente no recuerdo o tal vez no quiero recordar cuánto duró), sí, por un buen rato, tuve que lidiar con la frustración de no poder lograr mantener una relación que supuse sería para siempre, tuve que lidiar con las expresiones de lamentación de ex compañeros frente a la noticia de mi divorcio, expresiones que me incomodaban, muchas de ellas sugerían que era lamentable que a causa de mí fracaso perdiera el destino que Dios había planeado para mí (recuerdo que por un buen rato intenté no tropezar con algunos de ellos o esquivar alguna pregunta que me obligara a comentar el asunto); tuve que lidiar con sentimientos como la culpa y la ira, y con un montón de cosas más; sin embargo, recuerdo que a pesar de toda la oscuridad a mi alrededor tomé una decisión: no sufriría la degradación de ser “menos amado” por un “Dios que tal vez no era Dios” y cuyo amor quizá no era “divino, renuncié por completo a estar bajo la sombra de aquel “Dios” cuyo amor divino no alcanzaba para mantenerse al 100% amoroso frente a mi estado civil. Descubrí que efectivamente no era un Dios, sino simplemente el reflejo de un sistema ortodoxo.

Estoy pensando que tal vez cuando quiera tener una conversación nada profunda ni espiritual sobre asuntos triviales y terrenales con algún ex compañero ortodoxo debería comenzar por saludarle diciéndole “¡Eh! ¿Te acuerdas de mí? Soy Gusmar, me divorcié hace años ¿Cómo te va?”. (Otro mal chiste en relación a mi estado civil).